Miércoles 4 de marzo de 2015
Las escalas de tiempo que incorporamos fácilmente son las que nos resultan familiares, aquellas con las que estamos generalmente en contacto. Las que van del nacimiento de los abuelos a la madurez de los nietos, la edad de los países, o la de las civilizaciones. Así, nos sentimos herederos de un apellido, una bandera, o una lengua, que pasan a ser parte de nuestra identidad. Quizás por eso, cuando pensamos en el futuro tendemos a proyectarlo en esas escalas: desde un siglo a pocos milenios.
El universo nos confronta con escalas de tiempo ajenas a nuestra sensibilidad, pero que, sin embargo, también son nuestras. En el siglo XIX los geólogos descubrieron el "pasado profundo". La Tierra había existido por muchos cientos –o quizás miles– de millones de años. Durante el siglo XX la física y la química nos dieron la escala de tiempo radioactiva, que confirmó la geológica, y la astrofísica nos proporcionó escalas de tiempo estelares y cosmológicas consistentes con las anteriores.
El universo nació hace unos 13.700 millones de años. La Vía Láctea se consolidó en un lapso de 700 millones, comenzando hace 12.100. Sus estrellas fabricaron y reciclaron núcleos atómicos complejos, hasta llegar a estrellas de tercera generación como el Sol, que nació hace unos 5.000 millones de años. La Tierra nació hace 4.600 millones en la zona árida del Sistema Solar, y, por lo tanto, sin agua. Los océanos se formaron gracias a 700 millones de años de colisiones con cometas y asteroides provenientes del Sistema Solar exterior. Así, el universo trabajó casi 10 mil millones de años para construirnos un escenario.
La vida surgió tan pronto como pudo: Los primeros fósiles unicelulares datan de hace 3.650 millones de años. Armar las primeras células con núcleo llevó otros 2.400 de maduración, hasta la explosión de diversidad multicelular que arrancó hace 1.100 millones. La mayoría de las formas animales actuales aparecieron hace 540. Unos 260 millones de años atrás surgieron los mamíferos, mientras que los homínidos datamos de hace 14 millones, los Homo de hace unos 2,5, y nuestra especie Sapiens de hace 200.000 años. Varias diásporas de África después –hace unos 37.000 años– ya nos reconocemos a nosotros mismos en los artistas Cro-Magnon.
Es aquí donde la astrofísica y la astrobiología se vuelven claves porque complementan ese pasado casi mítico con un futuro. El Sol ya no es joven, pero tiene mucho por delante todavía. Nuestro ecosistema existirá hasta que su creciente radiación impida el equilibrio de los ciclos bio-geo-químicos que mantienen una atmósfera apta para animales complejos. Serán cientos de millones de años. Luego, dentro de 1.500 millones, la evaporación de la atmósfera y los océanos terminará incluso con las formas de vida simple. Salvo una catástrofe de origen astronómico, como el impacto de un cometa, o auto generada, tenemos por delante un lapso parecido al que hemos tenido desde que somos mamíferos.
Internalizar las escalas de tiempo del pasado remoto enriquecerá nuestra identidad. Una cosa es sentirnos herederos de nuestros abuelos y otra sentirnos herederos de los Cro-Magnon (o de los Sapiens que salieron de África, o de los Homo que transitaron de los árboles a la sabana, o de los remotos mamíferos que vivieron con los dinosaurios, y así hacia atrás). De igual forma, será distinto proyectarnos como ancestros de nuestros nietos o como ancestros de quienes se ocuparán de salvar la biósfera de la radiación de nuestro envejecido Sol dentro de algunos cientos de millones de años. En la magnitud de nuestro legado cósmico están la fuerza y la sensatez que necesitamos para enfrentar esa clase de desafíos.