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El secreto mejor guardado

26 de marzo de 2005, ciclo en revista El Sábado.

17 de Agosto de 2005 | 10:02 |
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En una sociedad que valora la independencia, la intimidad y el amor romántico, los hijos, y con más razón una guagua recién nacida, pueden tensar, a lo menos temporalmente, las relaciones de pareja. Como no se habla de las consecuencias emocionales que los hijos tienen en sus padres, se da por sentado que la dicha de la pareja es total y absoluta después de un parto.

Nada se dice, excepto puros lugares comunes, sobre cómo los consortes organizan y experimentan sus vidas con la llegada de los niños. Además, como se supone que todos debieran estar radiantes y felices, pocos se atreven a hablar de los sinsabores y aflicciones que este período también puede provocar.

Hay una suerte de negación colectiva, de amnesia generalizada y de idealización obligada, que hace inconfesable cualquier dificultad o desencanto de los padres. La pareja, silenciada y por lo tanto imposibilitada de pedir y menos de recibir ayuda, queda en el más completo desamparo cuando más apoyo y comprensión necesita.

El instinto paterno y materno no surge instantáneamente y sin vaivenes. Durante la transición de pareja a familia nada de lo existente hasta ese momento queda puesto en su lugar.

El primer escollo de esta aventura se presenta cuando los padres llegan al hogar de vuelta de la clínica con el recién nacido. Aterrizan repentinamente en roles nuevos y las actividades que realizaban en conjunto, así como las posibilidades de conversar, por lo menos por un tiempo, declinan significativamente.

Difícilmente pueden concentrarse en algo o alguien distinto del infante, duermen poco y se sienten mucho más cansados de lo que nunca imaginaron. Las propias demandas ya no pueden ser satisfechas como antes. Ni el espacio ni el tiempo, ni el presupuesto, ni el gasto quedan intactos. La falta de sueño y el cansancio se acumulan al mismo ritmo que las tareas pendientes.

El tiempo dedicado a la crianza o las actividades del niño lo consume todo. Se afectan los horarios, la calidad de la interacción, las posibilidades de diversión y el tiempo libre, la disponibilidad del uno para el otro y la privacidad para el sexo. Los cónyuges se ven menos, se sienten menos y se acarician menos y vivencian de manera distinta el hecho de pasar de ser dos a ser muchos.

Les cambia la existencia, los planes, las obligaciones, los horarios, las necesidades, las relaciones con el resto de la familia y la sensación de independencia y de control sobre sus propias vidas.

Si ustedes como pareja andan alejados, irritables, mal genio, preguntándose para callado en qué momento se les ocurrió meterse en este lío y añorando su vida anterior, no se sientan culpables.

Necesitan espacio para ajustarse con cariño y tolerancia a las nuevas circunstancias, y para conversar de los miedos y las heridas que han ido acumulando. Sólo se trata de los tropiezos normales que traen también las satisfacciones. ¡Porque, por Dios, cómo se quiere después a los hijos! Lo importante es tener claro que hacer familia no se opone a hacer pareja, y que el amor filial no puede ser a costa del amor al cónyuge.

Para prevenir las depresiones abiertas en las mujeres, las encubiertas en los hombres y el estrés en la pareja, es indispensable ajustar las expectativas y poner los pies en la tierra sobre lo que implica ser padres. Junto a la alegría y la plenitud, puede existir culpa, rabia, fastidio y otros sentimientos inconfesables que impiden la comunicación honesta entre los cónyuges.

Por eso conviene no subestimar la gran adaptación que se precisa para evitar resentimientos o cuentas pendientes. Porque la relación de pareja es tremendamente vulnerable a los hijos. Tanto en lo positivo como en lo negativo. Si ustedes aún no lo han hablado, no pierdan el tiempo y comiencen desde ya a expresarse sin miedo ni culpa. Créanme, la depresión posparto de la pareja también existe. Aunque sea el secreto mejor guardado.



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