El siglo XXI requiere aprender a tolerar y valorar la diversidad.
Sin embargo, en la cotidianidad, en los triviales aspectos formales, se entorpece la decisión: molesta el aro del jovencito, rastas, piercings en la lengua, extensiones de orejas, mechones grasosos en la cara.
¿Enfrentados a la más mínima diferencia aparece nítida nuestra intolerancia de base? ¿Estamos igual que nuestros abuelos, escandalizados del color de las camisas de hombre y las minifaldas de las mujeres?
El tema de la diversidad es más complejo de lo que quisiéramos. Si realmente es importante para vivir el siglo XXI y desarrollarnos, hay que comprender su sentido y nuestras actitudes "contra la diversidad".
Y mucho más en Chile, donde se asocia la uniformidad con el orden; el vestir sencillo, a no ser vanidosos, y donde ser muy diferente atenta contra el esquema autoritario. Debemos construir el valor del pluralismo no como un nuevo decreto moral, sino como una propuesta de sociedad.
Para reflexionar, una pista: mientras más compartimos y reconocemos al otro y sus valores, más toleraremos su diversidad.
Seguramente nos haríamos fácilmente amigos de un joven lleno de piercings si apoyamos juntos a los damnificados de un terremoto. El pelo verde se hace invisible al compartir una conversación interesante.
Psicológicamente, lo que produce el rechazo no es la diferencia per se, sino la amenaza que representa a las propias opciones (valores). Para ser pluralistas necesitamos construir comunidad, y justamente de la necesidad de ella nace, en el siglo XXI, el valor de ser tolerantes.
Conviene tener presente lo comunitario no sólo porque constituye la base cultural del pluralismo, sino porque permite distinguir del individualismo, también característico del siglo XXI, y que propone ser cada vez más tolerante ante la falta de interés por el otro: "Me da lo mismo cómo seas, porque tú me das lo mismo".
El pelo verde se hace invisible al compartir una conversación interesante.
