Es frecuente observar colegios o salas de clases donde reina un frustrante caos pedagógico y de convivencia. "Aquí hay como cinco licencias semanales por depresión o estrés..., hacer clases es imposible. Uno se enrabia consigo misma, con los niños y con la escuela", explica una profesora. "Acá no pasa nada; yo vengo sólo por los amigos", comenta un niño.
¿Por qué no se puede enseñar? Los profesionales de estas unidades educativas culpan a los niños y sus familias, que no tendrían el capital cultural ni la formación que motiva a estar en la escuela, a concentrarse en lo académico y aprender.
En este contexto, apurados por las evaluaciones y planificaciones focalizadas en "pasar" contenidos más que en lograr aprendizajes, los directivos y docentes desisten de la tarea de enseñar el currículum: "Los pobres no pueden aprender".
La ciencia dice lo contrario; todos pueden hacerlo, ricos y pobres, sordos y ciegos, disléxicos e hiperactivos. Tener la expectativa de que se puede es un factor determinante. Aprender es una capacidad humana, y poder hacerlo en la escuela, un derecho. Lo que nos diferencia es el cómo necesitamos que nos enseñen. Ese es el trabajo de directivos y profesores, de sostenedores privados y municipales, de supervisores y ministerio: crear contextos y mediaciones que cada quien requiere para aprender, y jugársela como si fuera el propio hijo(a).
No es una tarea fácil en un país con cobertura total, pobreza e inequidad. La responsabilidad es de todos -también de las entidades formadoras-, y no sólo de los profesores.
