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Columna: La Reina

16 de Abril de 2002 | 17:04 | Amanda Kiran
Tenía pocos años, bien chica, cerca de los nueve.

Lenta, nací lenta, como dopá, deben haber sido los valium que me tomé cuando tenía tres, pero esa es otra historia.

Amanda KiranEl despertador (mi mamá) llegaba todas las mañanas tipo un cuarto para las siete y me tapaba a besos, una sensación exquisita para empezar el día. Esa mañana no se veía diferente a otras, pero me esperaba una lección.

Después que lograba abrir los ojos, empezaba el reloj, descontando, y yo, apenas, sobre la cama, lenta y dormida, mirando a mi familia como película en cámara rápida, gritando, corriendo, chocando en los pasillos. ¡Uf! Agotador.

Todo se hacía pequeño, con este mar de gente, moviéndose por todos lados, para estar listos a la hora límite.

Yo ni me inmutaba. Nada. Seguía, mitad despierta, mitad dormida, apenas aguantando mis pensamientos, e intentando vestirme.

Como me bañaba la noche anterior, los minutos que con eso ganaba eran fantásticos. Mi mamá nos llevaba al colegio a todos (somos siete, tres hermanas, cuatro hermanos), después de tratar de ordenar los turnos para meternos a la ducha, darnos el desayuno y preparar la salida. Ella, paciencia total, logrando sacarnos a todos, para llegar a la hora justa y luego irse a trabajar.

Yo siempre era la última en todo. "¡Amanda! Quedan 15 minutos...", y yo, inmutable y regalona, seguía lenta, porque sabía que me esperaban.

Apenas pudiendo con el jumper, llevaba fácil media hora sobre la cama, y no avanzaba mucho; que la corbata, la camisa, los botones que me daban asco, un sinfín de tonteras que me tomaban mil años. Me faltaban los calcetines, lustrar los zapatos, lavarme los dientes, ufffffff, una eternidad.

Era entonces cuando escuchaba a mi vieja con su frase clave y voz fuerte: "Amanda, ¡¡¡hoy sí que no te voy a esperar!!!"

Y yo seguía a mi ritmo, viendo correr el mundo en una mañana. "Amanda, quedan siete minutos y me voy", me repitió ese día.

Vivíamos en La Reina alta, en una parcela muy linda, dentro de una casa muy pequeña para tanto cabro chico, feliz familia de clase media con muchos amigos ricachones que nos dejaban compartir los mejores lujos de la vida.

"Amanda, ya me voy yendoooo..."

Día por medio a mi casa iba a una nana. Ese día tocaba que fuera, pero yo no lo sabía y entonces sentí el portazo y ...

"¿Cómo me va dejar sola? Imposible", pensaba yo...

Y me lavaba los dientes a uno por hora, y no porque quisiera, sino porque siempre he sido lenta para entenderlo todo. No había más qué hacer.

De pronto, sentí el motor del auto, y mis hermanos con risotadas a lo lejos....burlonas, felices porque por fin se salvarían para siempre de la cabra chica molestosa.

Corté el agua y como pude agarré mi mochila, que ese día pesaba toneladas: Mi mamá ya había partido y entre la polvareda de la parcela escuchaba los gritos de mis hermanos, voces que decían "no...la mamá no se atreve, sí, la va a dejar.." El peor debate lo tenía mi santa madre, que no sabía si dejarme o quedarse.

Yo corrí lo más rápido que pude. Me dí cuenta que el susto, la pena, el orgullo, no me cansaban, y seguí, pero cuando salí de la reja de la casa, el auto ya apenas se veía, no escuché gritos y apenas creí ver el resplandor de una lágrima que rebotaba en el retrovisor.

Mi mamá –con el dolor de su alma- me había dejado sola, para que aprendiera la importancia de las pequeñas grandes cosas, como no hacer esperar y que el tiempo de los otros es igual de valioso que el de uno.

No recuerdo el resto de aquel día ni se si se volvió a tocar el tema. Sólo sé que mirando la casa de vuelta, con los zapatos empolvados hasta los calcetines, me puse a pensar y a correr y correr los 400 metros que había andado sin cansarme.

Por primera vez me había apurado.

Amanda Kiran
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