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Columna: Mi ventana

31 de Julio de 2002 | 17:03 | Amanda Kiran
Llega el momento de despedirse, siempre. Es triste, pero es así, las cosas deben llegar a su fin.

Cambia, más que termina, porque la vida, aunque de otra forma, igual continúa.

Hay cosas que nunca deberían terminar, pero si no acabaran serían demasiado monótonas, y también me quejaría. Eso sí que hoy, la erosión muestra su paso cruel, sobre el tiempo, sobre la forma, sobre el proyecto, sobre nosotros que conformamos este conjunto.

Intentamos defendernos y tratamos de no ahuyentar los buenos espíritus, las buenas personas, las buenas relaciones, las buenas impresiones.

Ahora vamos cambiando de piel, y con él, vamos cambiando de aire, de lugares, de espacios, de miradas. Sobre todo de miradas.

Ahora dejamos de creer. Nos consolamos con que "da lo mismo", o que "no nos importa", pero la verdad es que sí, que hay un tiempo para todo, y es penoso el dejar de existir al mismo tiempo en un lugar por una meta que fue nuestra y que robó años e ilusiones.

Todos los días llego a sentarme a mi ventana (la cual me costó varios meses y años conseguir). En ella tengo una misma visual, pero pasan diferentes cosas tras su vidrio, se repite el fondo, pero no la forma. Camina gente distinta, animales diferentes, a veces juegan perros, caballos. Veo a la Erika entrenando para su maratón, ciclistas despejarse por los cerros.

Mi ventana tiene vida, es una obra teatral por sí sola, y la entrada es gratis. Era gratis, porque mañana ya no la voy a tener, eso pasa, eso es la vida, no podré volver a sentarme frente a mi ventana.

Amanda Kiran
Amanda se va (pero sólo por un rato...)
Pero nadie me quita que disfruté de ella, de la gente que me acompañó a mirar a través de ella, de las cosas que vimos, del sol que subió y cayó tras las nubes, de la lluvia, los techos mojados, las luces, las sombras, y la interacción con el mundo cuando la abría.

En este tiempo, respiro y entiendo que no hay ningún minuto comprado; por el contrario, no hay minutos, sólo momentos, y así han pasado, tal vez cuatro años, quizá exagero y sólo sean tres, pero son años de trabajo, de creer en algo, de ilusiones, de magnetismo sano entre personas, y me enfrento con la pena y el miedo de que finalmente todo tenía que acabar.

Me conformo con pensar que eso pasa. Debemos caminar, caminar, hasta que aparezca la luz roja, que detiene el rumbo y lo separa. Divide el camino de ochenta, cien, ciento cincuenta, quien sabe la cantidad de personas, vidas, sentimientos y sonrisas contagiosas, unidas por una entidad que hoy empieza a desvanecerse.

Durísimo, porque uno está acostumbrado a lidiar con personas, con seres, con recuerdos, con mil cosas, que de un segundo a otro se van, desaparecen de tu vida y no porque tú lo elijas.

Es ahí donde está el mayor problema. Ahí manejan tu vida y aparentemente de nadie es la culpa.

El que sufre es el corazón, que se separa de miles de otros corazones, de personas; ahí está todo, en las personas y lo que ellas significan –cada una de ellas- en mi vida, es por eso que nostálgicamente escribo esta, la última columna en EMOL.

Voy a echar de menos mil cosas, y entre ellas, escribir en este rincón, que mi amigo Enzo me prestó para involucrarme con sentimientos y raíces con la gente que me lee o me leyó alguna vez.

Gracias a todos por responder y darle ilusión a mis columnas que tenían un poco de todo, un poco de mí, mucho de mí.

Los voy a extrañar. Como a mi ventana.

Amanda Kiran

(NOTA DEL EDITOR: Aunque antes debo hablar con ella, para tranquilidad de sus seguidores les anuncio que la despedida de Amanda será sólo por un tiempo. Tengo un buen argumento para convencerla, porque si hay algo que abunda en este mundo son ventanas. Lo que no se consiguen son los ojos -como los de ella- capaces de abrirlas.)
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