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Jan, Marcela y los niños

28 de Marzo de 2007 | 00:00 |
Se accede al conocimiento de misterios insondables, mirando el infinito de frente y sobrevolando la vida con el alma disparada.

Juan Antonio Muñoz H.

Sábado 24 de marzo, 18:00 horas. San Antonio con Agustinas. La nueva Orquesta Filarmónica con un concertino impecable que parece adolescente; Marcela de Loa cantando los “Vier letzte Lieder’’ (Cuatro últimas canciones); el maestro Jan Latham-Koenig emocionado, y la sala repleta de jóvenes en silencio.

Pocas veces es posible asistir a un concierto así. Todo era diferente. Barbones, pelados al rape, en jeans y polera unos, con peto y vestidos dark otras, aros, uñas negras, boxers afuera. Se insinuaba la procedencia por características físicas y maneras del habla. Un público variopinto que puede incomodar a algunos, pero que da cuenta de la juventud chilena de hoy.

Muchos entraron a la sala cuando ya la luz estaba bajando.

Pero en el tráfico de la experiencia vertiginosa que significa estar en medio de ese enjambre de pulsiones distintas, de colores y hormonas, de miradas asombradas incluso por la belleza del teatro, por el ímpetu infantil de las risas y la fuerza incontenible de la amistad demostrada en abrazos y palmoteos, resulta que estos son niños que parecen hermanos distintos, pero dueños de algo común. Aparte de la juventud, el asombro por la música, la única de las artes que penetra los cuerpos y los transforma.

También la única que permite vivir vidas distintas.

Constatación de aquello que se anuncia desde hace años. Es la recuperación del Romanticismo en cuanto éste significó en dolor, resistencia al entorno y evasión, pero también carne de la vital y urgente expresión juvenil.

“Tengo que alejarme de esta realidad para recuperar el entusiasmo que tenía cuando niño’’, dijo Kurt Cobain, el suicidado líder del grupo Nirvana, y con esa frase firmó en forma definitiva su pacto con la ruptura.

Al escuchar la suave voz de Marcela de Loa por los densos caminos de Richard Strauss en sus canciones, se accede al conocimiento de misterios insondables, mirando el infinito de frente y sobrevolando la vida con el alma disparada. Y si eso ocurre justo cuando en la fila R de platea dos cabros de 18 o 20 años se besan y abrazan con cariño, parece que nada está perdido y que Jean Baudrillard estaba profundamente equivocado cuando dijo que ya todo desapareció y que la humanidad se encuentra en estado de coma: “Nada puede terminar porque el fin es apenas una bella idea (...) El fin ya ocurrió. La muerte se instala previamente’’. Eso no es cierto. No del todo, al menos.

Nadie quedó fuera. Ahí estaba, suspendida en el tiempo, la cantante: de rojo, gran escote y peinado sesentero, dando vida a nueva a páginas magistrales. Junto a ella, el director, que en concisas intervenciones acerca de las obras, al explayarse sobre los “Vier letzte Lieder’’, perturbado por la música y por la audiencia, dice: “No saben la envidia que les tengo por estar escuchando estas canciones por primera vez en su vida’’. Y en la orquesta, otro milagro. Junto al experimentado violinista Sergio Prieto, un concertino de 22 años, el serbio Iván Knezevic.

Nunca hubo más expectante vida y ebullición al escucharse la voz, en trance: “Será esto, acaso, la muerte’’.
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