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Francisco Coloane: El Chiloé del niño Parte II

07 de Agosto de 2002 | 15:32 | El Sábado, El Mercurio, viernes, 09 de Noviembre de 2001
Francisco Coloane: El Chiloé del niño Parte I - Parte II

¡Qué noches estas en que un niño por primera vez olfatea los rastros de lo que llaman muerte! Había escuchado músicas celestes y las imágenes religiosas con que mi madre y mi hermana decoraban sus habitaciones. En noches de tempestad junto a su brasero de cancagua, se acordaba de su marido y de su hijo que navegaban, rezaba por ellos; pero no dejaba de tomar su mate con sopaipillas. En el día de los muertos, plena primavera, la gente iba al cementerio portando coronas de siemprevivas, lianas que se arrastran como un llanto luminoso bajo el bosque, adornándolas con los dorados "zapatitos de la virgen" o la restallante y diabólica granada del sonrosado ciruelillo.

"Hay que salir a suplicar gente", decía mi madre cuando llegaba el tiempo de cosecha o de siembra. Se pagaban por estas labores ochenta centavos diarios, más tres comidas en la cocina de techo de paja que se levanta solitaria en el fondo del patio. Los trabajadores, pequeños propietarios, no tienen mucha necesidad de trabajar para otros y de allí lo de "suplicar". En verano llegaban de vacaciones mis hermanos Alberto y Claudina, ambos mayores que yo. Habían dejado el seminario y las monjas. Veo a Alberto guiando una yunta de bueyes para arar. Es un mancorna no bien amansada y se le viene encima. El boyero huye a las perdidas, dejando al hombre del arado batiéndose solo con los novillos encabritados. La gente se ríe burlonamente de mi hermano, y comenta que con sus altos estudios ya ha perdido la costumbre de arar con sus propios bueyes. Claudina asistía cual toda señorita, con sus tejidos y bordados, y se sentaba en un extremo del trigal para "vigilar a la gente". Las echonas resonaban mientras tejía y yo correteaba en medio de los trabajadores. No me permitía entrar en su pieza decorada de santos e imágenes. Una vez me dijo que Dios estaba en todas partes y que si yo hacía algo malo desde el arrayán del patio me estaría observando para castigarme. Le contesté si me creía tonto; sin embargo, creo que debo haber usado una palabra más irreverente porque me dio un tapaboca y me echó escalera abajo.

Oía decir a menudo que la gente se iba para Argentina a buscar trabajo. Una mañana desperté solitario en la pieza en la que dormía, junto a la de mis padres, en Tubildad. Llamé a mi madre y nadie me respondió. Solo el silencio. La casa estaba sola, vacía y habían cerrado la puerta con llave. Las ventanas son fijas. Me encuentro encerrado. Miro a través de los vidrios y grito. Nadie. Salgo al camino real y me voy caminando hacia el sol. En la lejanía aparece de pronto mi padre con algunos hombres de trabajo. Me pregunta para dónde voy. Le contesté que "para la Argentina". Me toma en sus brazos y viene conmigo de vuelta a casa. No puedo precisar la edad que tenía cuando por primera vez me fui a Argentina a buscar trabajo y tuve que volver en brazos. Como tampoco cuando le daba de comer al caballo Maule, un negro cariblanco de gran alzada comprado en Osorno, junto a mi pequeño Huaso. Ponía el manojo de avena en la trompa del grande y cuando este iba a dar la mascada, se lo pasaba al chico. De repente siento los dientes del Maule que rasgan mi cara. Corro a gritos, espantado por el dolor y la sangre. Las cicatrices de los dientes del caballo quedaron mucho tiempo marcadas en mi mejilla izquierda. A veces me sobo la cara como si aún las conservara; tal vez por eso me habré dejado barba. Mis padres se asustaron tanto como yo. Sin embargo, mi Rosa Millalonco más; pero después me dijo que el caballo podía haberme comido, y luego botarme como bosta en el pasto o entre los troncos, igualito que los excrementos del trauco, un hongo amarillo que después de la lluvia sale en los palos podridos.

Dios malo, Dios bueno

Del mar sacábamos calamares y pulpos grandes. Las pinucas las preparaba a la manera china, tostadas en las brasas. La famosa piedra puntuda es una verdadera baliza puesta por la naturaleza a la orilla norte del canal de Caucahué. Cilíndrica, terminando en cono, señala las grandes mareas cuando queda en seco. En sus alrededores, cubiertos de laminillas, huiros y sargazos, entre piedras de todo tamaño y trechos arenosos, tendíamos las lienzas con anzuelos y carnadas de holoturias. Había ostras, caracoles, pancoras y, en ciertas épocas, cangrejos grandes y amarillos que se pescan de noche con faroles y chonchones. Vienen hacia la luz y se cogen con la mano.

Una diabetes aguda desembarcó a mi padre a los 54 años de edad. Él murió el 11 de agosto. En tierra enflaqueció y envejeció rápidamente. Lo veo junto a un gran brasero y me pide que le traiga el diario. Me equivoco en la fecha o le traigo una revista de las que acostumbraba a leer, recostado en el sofá del costurero de mi madre. Se enoja y por primera vez me castiga en la cara con su ancha y ya enflaquecida mano. Solo otra vez me había pegado con cierta dureza. Lo recuerdo todavía. Fue cuando metí el dedo entre las valvas de una cholga puesta con otras en una vasija para el curanto. Gritos, llantos y la cholga colgando. Tomó una cuchara y dando con el revés en la concha la partió, liberándome de la tortura, mas, con la misma cuchara, me dio en la boca para que no siguiera llorando.

Aprendí su lección y esa noche no lloré. Mi madre me despertó ese fatídico 11 de agosto de 1917, gritándome: "Levántese, el papá está muriéndose". Corrí a la pieza contigua y él alcanzó a tomarme de la mano. Con voz apagada me dijo: "Volvamos al mar". Su rostro ceniciento se inclinó hacia la pared y sus dedos se soltaron de los míos como si fueran la cabilla de un timón, dejándola a la deriva. Llovía torrencialmente; mi madre no llamó a nadie y se puso a llorar a solas con su muerto.

La lluvia tiene olores y colores como los frutos de los avellanos de la tierra en que nací, y lo que más recuerdo de esas lluvias de mi lejana infancia es su transparencia empozada en los charcos sobre el pasto después que ha pasado en temporal. Es como si se hubiera cuajado la mirada de Dios sobre la hierba. Un Dios bueno, el que me enseñara a amar mi madre desde la cuna, no así el Dios malo con que me amenazaba mi hermana Claudina, espiándome desde las hojas de los árboles para castigarme por lo que hacía o no hacía.

Hay veces en que despierto al borde de un abismo donde termina el mar de mi infancia; pero siempre encuentro a alguien a mi lado. O una música lejana que viene de mis islas, traída por el tamborileo de la lluvia sobre los techos del viento. Bajo esas aguas del tiempo y en el fondo de mí mismo, no veo otra cosa que un hombre, una mujer y un niño, jugando con un bote a orillas de nuestro mar interior de chilote, al cual le han puesto un mástil y un timón, esperando un soplo en la vela, para hacerse a la mar entre las islas.
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