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ner sus respectivas líneas de defensa. A diferencia de lo que, tiempo antes, le había ocurrido al vapuleado Otelo, el triste moro de Venecia, quien estragado por los celos y por sus propios fantasmas, oportunamente activados por el canallita de Yago, acaba asfixiando a la inocente Desdémona, en precoz muestra de la denominada "violencia intrafamiliar" en plena época isabelina. Yago es, a contar de entonces, el emblema diabólico del desamor, contrario por su naturaleza retorcida al amor verdadero, que él mismo considera "un injerto o un vástago sobrante dentro del espíritu humano...". Dulces perversiones
En nuestra era, el amor recorre parecidos derroteros dentro de la ficción, con el complemento sinuoso de las dulces perversiones contemporáneas, del sicoanálisis y sus aportes, de las desviaciones consentidas por la modernidad. Y la ficción se puebla de homicidas deliberados, de pasiones prohibidas, de triángulos amorosos y eso que los cientistas sociales califican, tristemente, como "desviaciones de la norma". Así, por ejemplo, el escritor argentino Ernesto Sábato abre su novela iniciática con una frase reveladora: "Baste decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne", y Julio Cortázar se emplea a fondo en Rayuela para arrasar con las convenciones del género novelístico, refiriéndonos la nostalgia imperecedera de Oliveira, su protagonista masculino, ante la ausencia de la Maga, su amor mítico y evanescente, extraviado en la noche de los tiempos. Luego lo veremos, a él mismo, extraviado bajo los puentes de París, con una mendiga arrodillada entre sus piernas, paliando de algún modo su melancolía. García Márquez se aboca, por su parte, a crímenes pasionales anunciados de antemano, como el asesinato de Santiago Nazar en Crónica de una muerte anunciada, y los extravíos seniles del amor "en los tiempos del cólera". Y Henry Miller, el pornógrafo más obcecado de la pasada centuria, edifica su obra inagotable en torno a la pasión beligerante y obsesiva que durante once años experimentó por June Mansfield, su segunda esposa, la conocida Mona o Mara de sus varias novelas más o menos autobiográficas. El personaje luego encarnado, felizmente, por Uma Thurman.
De la espectral Mona, Miller exprime hasta la última gota de inspiración para su obra voraginosa, transformando el sexo en letra impresa en una modalidad alternativa al misticismo oriental, en un anhelo último de redención individual. Baste considerar algún fragmento azaroso de su Trópico de Capricornio, en el cual sobrevive apenas la dolorida añoranza de la amada ausente: "En la tumba que es hoy mi memoria, la veo ahora a ella, enterrada; ella, a la que amé más que a nadie, más que al universo entero, y a Dios, más que a mi propia carne y mi sangre. La veo pudrirse allí dentro, en esa herida sanguinolenta que es el amor, tan cerca mío que no la distingo de la tumba, luchando por liberarse, por sacudirse el dolor infinito del amor (...), abriendo las piernas para liberarse, y cada nuevo orgasmo suyo es un gemido de angustia...". "Nínfulas" y actrices También Arthur Miller, el otro Miller, profundiza a su manera en la llaga del amor. El hombre que tuvo entre sus brazos escuálidos al mito erótico del siglo XX, a la bella y dolorida Marilyn, y que tampoco llegó a rescatarla. Más tarde, desmenuzó obsesivamente su relación atribulada, siempre tan inabordable, eternamente inconclusa, en obras como Después de la caída y en sus memorias. En la primera, el muy desbocado y febril Quentin un alter ego claro del propio autor se transforma en un dechado de culpa y remordimientos, que fantasea en escena con la figura trágica de Maggie (su contraparte femenina, un claro referente a Marilyn) y con sus propias claudicaciones, con los celos inconfesados de su esposa, deseada por el mundo entero, con su propia ineptitud frente a los terrores de su infancia. "Hoy la conocí", señala a raíz de su primer encuentro con Maggie. "Fue por casualidad, a una telefonista de la empresa, un poquito zonza... Duerme cada día en el parque..., llevaba el vestido rasgado. Me dijo un montón de cosas absurdas, pero había algo en ella que me llamó la atención: no defendía nada, no afirmaba nada, no culpaba a nadie de nada... Estaba simplemente allí, como un árbol o un gato. Fue tan extraño. Me sentí abstracto a su lado...". Y en Vueltas al tiempo, su extensa autobiografía, seguirá ahondando en su relación, intentando, aún entonces, redimirse en un gesto último de homenaje a su ex esposa, sumido en la estela de silencio y desconcierto que todo suicidio deja tras de sí. Se aprecia, por ejemplo, en un breve diálogo habido a los pocos días de la muerte de Marilyn, cuando un periodista telefoneó a Miller para indagar si pensaba acudir a sus funerales. Este le dijo que no. "Marilyn no estará allí", le explicó. Paralelamente a esas opciones dentro de lo "permitido", el amor va develando, con el correr de la centuria, nuevas predilecciones afectivas, y así asoman los novedosos requerimientos de lo políticamente correcto. En esa vena, Marguerite Yourcenar devela en forma tangencial sus propensiones íntimas en su Alexis, o el tratado del inútil combate, que adopta la forma de una prolongada carta dirigida por un individuo atormentado a su esposa, para revelarle su condición homosexual: "Esta carta, amiga mía, será muy larga. He leído con frecuencia que las palabras traicionan nuestro pensamiento, pero la palabra escrita lo traiciona doblemente (...). Si el hecho de vivir nos resulta difícil, aún más penoso es explicar nuestras vidas...". Esta faceta introspectiva y tan contemporánea alcanza su cima farsesca y a un tiempo trágica en la inmortal Lolita, de Nabokov, que refiere la batalla frontal, sin concesiones, entre una muchachita de doce años y su padrastro, con este último doblegado por su encanto demoledor. Fue su obra cumbre, del muy circunspecto Nabokov, quien llevaba una vida ordenada y era considerado por sus alumnos de la Universidad de Cornell una especie de rehén consentido de su esposa Vera.
Lolita fue la contrapartida imprevista a todo ello: una pasión reprochable como pocas, que logró crispar a los bien pensantes de su época, con el resultado de prohibiciones que hoy conocemos y el merecido reconocimiento al genio de Nabokov. Su pluma certera había cumplido una vez más consigo misma, desentendiéndose del amor convencional y sus tópicos, entrando de lleno en "lo ofensivo". Quizás porque como bien lo explicaba el propio Humbert al inicio de la novela, "lo ofensivo suele ser tan sólo un sinónimo de lo insólito, y una obra de arte nos resulta, por su originalidad consustancial, casi siempre sorprendente, o más o menos alarmante". Es lo que otorga a la ficción novelesca su objetivo primordial y su razón de ser, transformándola en ese espejo fugaz, a ratos deformante, de nuestra propia experiencia y nuestros sueños más arraigados, de nuestros engaños y claudicaciones habituales ante la verdadera pasión. Como le ocurría, en un último ejemplo, a los dos protagonistas de El barón rampante, la entrañable novela de Italo Calvino. Al espléndido Cósimo, aquel muchachito fugado por propia voluntad a la copa de los árboles, y a la no menos deslumbrante Viola, su amor adherido a la tierra, la jovencita arrogante y tan tenaz que se niega a seguirlo en sus correrías. Hay un momento hacia el final de la obra, y un diálogo entre ambos, que revelan de algún modo la paradoja intrínseca del amor, su imposibilidad consustancial de realizarse, la contradicción latente en sus propios devaneos y embustes. Cósimo está en su árbol, contemplando a Viola, deseoso de atinarle a su corazón, pero su boca dice otra cosa: "Estaba allí en el prado, más bella que nunca, y habría bastado muy poco para disolver la frialdad que endurecía sus rasgos y el porte altivo de su talle, para volver a tenerla entre sus brazos... Podía decirle algo, Cósimo, cualquier cosa para ir a su encuentro, algo como: Dime lo que quieres que haga, estoy dispuesto a ello..., y habría vuelto la felicidad para él, la felicidad juntos, sin ninguna sombra. En cambio dijo: "No puede haber amor si no se es uno mismo con todas nuestras fuerzas". Viola hizo un gesto de contrariedad que era a la vez de hastío. Y, sin embargo, aún habría podido entenderlo, a Cósimo, como de hecho lo entendía. Es más: en la punta de su lengua tenía las palabras, lo que quería decirle: Tú eres como yo te quiero..., para luego subir junto a él. En lugar de ello, se mordió el labio. Y dijo: "Sé tú mismo solo, entonces...".
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