Miércoles 16 de diciembre de 2015

El universo está lleno de pequeños y grandes enigmas astrofísicos que se presentan como diferentes escenas en una trama policial y para cuya solución hurgamos en los datos que podemos acumular desde nuestros puestos de observación. Algunos de estos misterios son de escalas cosmológicas –como la materia oscura que constituiría gran parte de la masa del universo– y otros son más pequeños, como entender propiedades inesperadas de objetos de menor tamaño pero no menos interesantes.
El destino de una estrella como el Sol es convertirse en una enana blanca. Hacia el final de su vida, éste se expandirá transformándose en una gigante roja envolviendo a los planetas del Sistema Solar en el proceso. Luego, el Sol perderá sus capas exteriores, dejando detrás como único remanente un núcleo muy denso y compacto llamado enana blanca. La atmósfera de este tipo de objetos está dominada por hidrógeno y helio, elementos químicos livianos. La fuerza de gravedad es tan grande en ellas –en su superficie es aproximadamente un millón de veces más fuerte que en la del Sol– que elementos más pesados tales como magnesio, aluminio, calcio, hierro, y otros, se hundirán rápidamente hacia el centro. Estos elementos están presentes en la atmósfera del Sol, pero desaparecerán en la fase final de su vida.
A la luz de lo anterior, inesperadamente las observaciones indicaban que muchas enanas blancas sí tenían la presencia de elementos pesados en su superficie. Dado que la Física que nos lleva a concluir que esos elementos debieran hundirse rápidamente es muy sólida, la hipótesis más plausible para resolver el dilema era que la superficie de esas enanas blancas había sido contaminada por algún agente externo. Los sospechosos eran asteroides o planetas menores que orbitaban alrededor de la estrella original y que fueron impulsados cerca de la enana blanca tras su creación. Tras destruirlos e ingerirlos, la evidencia de ese festín quedaría en la atmósfera de la enana blanca por algún tiempo.
Aunque el mecanismo ya era atractivo, al igual que una trama policial no hay nada más convincente que encontrar al perpetrador en el acto. Y esto es precisamente lo que el satélite Kepler de la NASA logró, como detalla un estudio publicado en la revista Nature el 22 de octubre pasado. El satélite Kepler es capaz de medir la luz de estrellas a través del tiempo con una gran precisión. Su principal objetivo es determinar –mediante un censo de las estrellas que son eclipsadas por los planetas que las orbitan–, la estadística de existencia exoplanetas en estrellas cercanas.
La mayoría de los objetos que Kepler observa son parecidos al Sol, pero también observa estrellas mas exóticas como enanas blancas. Lo que Kepler detectó en una de ellas es cómo la luz que emitía era eclipsada reiteradas veces por algo que orbitaba a su alrededor, con una periodicidad de aproximadamente 4,5 horas. Al contrario de los eclipses producidos por un planeta, éstos eran irregulares en forma, no se repetían con periodicidad exacta y había más de uno. Analizando las observaciones los astrónomos se esforzaban para dar sentido a lo que veían, hasta que dieron con la solución más plausible: eran eclipses, pero no de un planeta normal, sino de uno pequeño y destruido, rodeado de sus propios fragmentos y con una cola parecida a la de un cometa. Para confirmar el escenario se la observó desde la Tierra y todo cuadraba: la enana blanca estaba desintegrando –mediante su fatal atracción gravitacional– los restos del sistema planetario que alguna vez en su vida como estrella normal albergó.
Un misterio más de nuestro cosmos quedó resuelto.