Columna
de Amanda Kiran
De primera clase
Domingo 13 de julio de 2003, 19:09
Salimos apenas. Ni siquiera apenas,
muy tarde.
Con la de bronce colgando al cuello, luego de una sana y excelente celebración.
Estábamos tarde, el avión salía a las 13 horas y ya eran
las doce.
Los nervios nos comían, la despedida, el olvido de dos semanas de acción
debía quedar luego atrás con este feroz retraso que nos pegamos
-por suerte- todas, y no algunas.
La invasión remota del chofer del bus, que llevaba algo más de una
hora esperando.
La Andrea en mi puerta... ¡TOC! ¡TOC!
- ¡Amanda, nos quedamos dormidas!
- Fue horrible despertar así.
Susto, sueño, apuro, tensión.
Finalmente los abrazos quedaron en nada, las lágrimas apenas se vieron,
y los amigos tuvieron que abruptamente ser parte de la retornada cotidianeidad
de no vernos más.
Al llegar al aeropuerto, nos sentimos más a salvo. Estábamos en
la fila del check in, y ya teníamos la información de que en Atlanta
el vuelo estaba retrasado por problemas de mal tiempo.
La verdad era esta, yo debía llegar. Me esperaban algo más que responsabilidades
en Santiago, tenía que aterrizar por que lo había prometido, era
imperativo y no tenía alternativa.
Pero aún había tiempo, y el cambio de avión todavía
no sufría alteración alguna con el retraso.
Fue entonces, cuando sentada en el suelo del aeropuerto, conversando con otra
amiga, se acerca un señor.
La gente suele acercarse cuando te ve uniformada, con pinta de cabra chica y deportiva.
Y así empezó la conversación (en inglés)
- Hola, ¿de qué colegio son?
Fui la primera en reír y explicar que ya bordeaba los 30 años, y
que sin buzo, la cosa cambiaba bastante.
Él iba camino a casa después de una larga convención de trabajo.
Su estilo, para tener 45 años, era de lo más jovial, y eso se notaba,
sobretodo al acercarse a conversar con nosotras.
Comentamos, por casi una hora, sobre todos los temas posibles. Música,
deportes, trabajo, universidad, vida, países, etc.
Terminó mostrándonos su PC Pocket con MP3 grabados, bajados por
él, de diferentes grupos, hasta de Incubus, lo cual volvió loquitas
a varias de mis compañeras menores que yo.
Hasta el minuto, no pregunté su nombre. Hablábamos entre todos de
tantos temas, que olvidamos lo importante.
Yo ya empezaba a preocuparme por la conexión de Atlanta, el rato pasaba
y perderíamos el avión, yo debía llegar.
En esos minutos, lo llaman a él. Se aleja, sin despedirse, dejando su maleta
a mi lado.
Habla con la señorita de la puerta 08, y me llama de nuevo a mí.
- Amanda -me
dice- si no tomas el vuelo ahora, no podrás llegar a tu conexión
en Atlanta. Yo no tengo apuro y puedo tomar tu lugar (él viajaba en otro
avión, pero la misma ruta).
Me sorprendí mucho, estaba haciendo algo increíble.
Mis compañeras me comentaron que tomara el ofrecimiento, que no había
nada de malo.
Yo no sabía qué hacer. Era un vuelo de 7 horas hasta Atlanta, y
lo más seguro sería que ellas tuvieran que pasar la noche ahí,
así que cambiarían las maletas por mí.
No supe qué decir, me sentí feliz, pero incómoda.
Sólo noté que había tanta sinceridad en su ofrecimiento,
que decidí aceptar y partí.
Tomé su boleto y volé, luego de un fuerte abrazo de agradecimiento,
sin siquiera preguntarle su nombre otra vez.
En su mejor español, me dijo “hasta la vista”
-Y me fui...
Lo increíble no termina aquí. Apenas entré al avión,
las auxiliares me miraban con cierta extrañeza. Y me pidieron el ticket.
El vuelo era especial, para 7 pasajeros vip, entre los cuales estaba incluido
él.
Viajé, por primera y única vez, en primera clase, atendida como
reina. Me sentía una reina, por la suerte que tuve, y las gratitudes de
la vida.
La humildad se lleva, no importa el dinero. La clase también.
Por eso, aproveché lo más que pude, mi único viaje en primera
clase y además gratis.
Amanda Kiran