Columna de Amanda Kiran
Esther Williams
Sábado 08 de marzo de 2003, 10:17

Un año ha pasado desde que escuché la historia que voy a contar. Un año donde se siguió viviendo, corriendo, almorzando, respirando. Un año donde sin darnos cuenta, pasan mil y una cosa, mil y una, que se transforman en nada finalmente, pero al menos existimos y estamos aquí.

Las cuatro y media de la tarde, plena playa, pleno veraneo, pleno sol. El joven apuesto y engreído, por allá por los años sesenta estaba estirado cuan flaco era, sobre su recién estrenada toalla, en éstas, su recién estrenadas vacaciones.

A su costado derecho, la suegra de él. Vital, hermosa, pero suegra. Su traje de baño azul la hacía verse más alta, y su gorra blanca de goma sobre el pelo, que no dejaba escapar ni siquiera una arruga.

"Yerno, ¿vamos al agua?", se escuchó.

El yerno titubea y responde: "Pero doña Olga, ¿no está cansada usted?

"Eso es casi un insulto", respondió. Se paró rápido y se fue al mar.

El corrió tras ella y se le unió en la carrera, para saltar al mar. El océano estaba expectante, tranquilo, esperando la visita de ambos. El destino, la balsa blanca que flotaba sola.
 
Esther Williams
(08.03.2003)


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  Con un "croll" bastante poco digno, el nadaba tras ella. La Olga era más fina, más suelta, más mujer y nadaba pausada pero velozmente hacia la meta.

El yerno se asfixiaba intentando alcanzarla, hasta que lo logró. Sus
brazos aleteaban desenfrenadamente, y por su ojo -que a veces se abría para no perder el horizonte- veía la balsa blanca, brillante, a lo lejos, como un oasis embalsamado alejándose.

"¡Vamos!, ¡vamos!", gritaba ella animándolo. De él, no salía palabra.

La transpiración dejaba mezclar su sal con la del océano. El cansancio lo tenía mal humorado, el desafío era grande y su virilidad estaba en juego. En reales palabras de hoy, "estaba raja".

En eso, la visita sin aviso: el legítimo calambre. Sin titubeos, se apoderó de él. Partía desde la punta del dedo gordo del pie hasta la rodilla.

"¡Doña Olga, ayúdeme, tengo un calambre", espetó. Estaban a metros de la balsa, balsa que no alcanzaron a pisar.

Ella, rauda, lo agarró del brazo, se lo trajo hacia ella y cogiéndolo del cuello, nadó con él pescado, como una foca sin vida. Nadaba solo con un brazo, ágil, rápida, como si no se le hubiese complicado ni por un segundo el tener que llevar un lastre.

Llegaron juntos a la orilla, juntos, por razones obvias. Mi padre, sin dignidad, bien humillado, y casi sin aliento, calló empapado y doblado sobre la húmeda arena de la playa.

Todo el balneario fue testigo del suceso, y eso los hizo pasar a la historia del lugar. Esa tarde tomó una forma especial. Muy especial.

Según cuenta mi papá, ella, desde ese día, era la heroína, la gente la miraba con otros ojos.

Lástima que a él también.

Siempre recuerda esa y varias historias más, muy cariñosamente. Sus hijos tienen miles para complementar, nosotros sus nietos también. Acaba de cumplirse un año desde que la dejamos de ver. De todas maneras, como éste, siguen mil cuentos entre nosotros y con ellos su recuerdo se mantiene constante y vivo.

Lo mejor de todo, es que, aunque no lo crean, ella ahora descansa en el mar. Ese lugar le pertenecía, y es ahí donde siempre quiso estar.

Amanda Kiran
 
   
   
     
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