Columna
de Amanda Kiran
Santo viaje III
Sábado 16 de agosto de 2003, 15:41
Todo llega a su fin. La vida misma,
aunque la mayoría de las veces no queramos, debe terminar. Esto no fue
diferente. El drama es cuando, después de haber vivido semanas intensas
y bellas, todo deba quedar con ese sabor medio amargo de haber podido dar mas,
de haber podido triunfar, de haber logrado la meta, habiendo quemado tantas etapas,
y sabiendo que se tenía la oportunidad tan clara.
Eso nos pasó a varios, eso sentimos muchos deportistas, que debemos esperar
cuatro años más para volver a demostrar. Sin embargo, otros deben
contentarse con haber sido parte de eso, y ser pasado -ya-.
La villa está cada día más apagada. Ya las colas para almorzar
se acabaron, los computadores sobran y la gente no trota por las calles preparándose
para su próxima carrera.
Ya los intercambios de ropa se hacen cada vez menos frecuentes, y en las calles
se comienza a respirar un poco de nostalgia.
Los dominicanos, con su alegría insaciable, empiezan a demostrar sus afectuosos
abrazos de despedida, invitando al mundo entero a que vuelva a visitarlos.
No sabemos si pisaremos esa tierra de nuevo, no sabemos si el mar nos bailará
al frente, o si las fuertes lluvias volverán a limpiarnos del sudor diario,
pero nos llevamos, cada uno de los que fuimos parte de esto, un tremendo recuerdo,
la más alta experiencia deportiva, para muchos, y la imagen de que con
esfuerzo, un país de estas características puede levantar de forma
casi perfecta un torneo de esta envergadura.
Organizar eventos, montar estadios, preparar deportes
y entenderlos, alimentar, y organizar a más de 5 mil deportistas no es
fácil. Y fue posible.
El medallero
está a punto de cerrarse y nosotros ya vamos camino a casa, cansados, atontados,
habiendo disfrutado un súper cierre, con una cálida fiesta en medio
del mar, debajo de la luna, llorando nuestras penas.
Pero el dolor, la tristeza, el esfuerzo, las expectativas, la gente que confió,
los que nos apoyaron, todas esas personas que hicieron de este sueño una
realidad están en Santiago, esperándonos, y cargamos con nuestra
propia auto incomprensión de las manos vacías.
No todos -por supuesto-, porque hay oro para algunos, plata para varios, y bronce
para muchos chilenos que sacaron la cara, y la sacaron bien.
Nosotros estamos reflejados en su triunfo, y felices por haberlos conocido y compartido
como lo hicimos.
Finalmente, esto era un sueño, uno un poco más largo y tangible,
pero medianamente virtual. No es la vida real, son accesorios que divierten y
te convierten en mejor persona, pero no es una forma de vida. Y de eso se trata,
de levantar.
Al llegar a Chile, supe que mi hermano había estado grave, al borde de
la muerte.
Nadie me quiso hablar, lo mantuvieron en secreto, algo tan importante como eso,
para no desconcentrarme.
Ya está bien, sano y salvo, con su cara llena de risa –como es habitual
en él- esperando por mi abrazo. Ahí empezó mi verdadero llanto.
En milésimas de segundo me di cuenta que lo importante es competir, y que
las medallas se van acumulando en el alma, día a día, como la que
lleva él, siempre colgada a su cuello, de oro, y del más brillante.
Amanda Kiran