Columna
de Amanda Kiran
Sobre azul
Viernes 09 de mayo de 2003, 10:43
Escuché el plam! de la puerta
y nada más. Un silencio atormentante. Fueron minutos de tensión
en la oficina.
No sabía si moverme de mi escritorio, mirar hacia atrás, pararme,
quedarme ahí. Quería que la situación siguiese su curso normal.
Lo que no sabía era cuál sería su curso normal. Luego de
una situación así, no existe un curso normal, todos reaccionamos
diferente.
Antonio tomó lo que le cupo en sus brazos, y se fue. No le cupo todo, de
hecho le quedaron varias cosas debajo del escritorio, y otras muchas, camino hacia
su auto.
Yo estaba preocupada, nerviosa, quería que esto me hubiese pasado a mí,
las mujeres somos más fuertes, o al menos, nos permitimos llorar.
Antonio tiene 38 años, compañero y amigo desde que entré
a este lugar. Un luchador de sus pensamientos e ideales. Un profesor para mí.
Yo sabía que la relación que llevaba con nuestro editor, no duraría
mucho más.
A nadie le gusta que le pongan un jefe tan joven, con pituto, sin tener idea del
tema a trabajar. A nadie le gusta llevar seis años en un puesto, y tener
que transmitirlo todo a un nuevo e inexperto jefe. A nadie le gusta conocer tanto
un tema y amarlo apasionadamente, para tener que enseñarlo en vez de explotarlo.
Se veía venir este despido, se acercaba y todos lo sabíamos, inclusive
él.
Salí corriendo tras él y mientras recogía las cosas que se
le caían por el camino, me habló. Estaba enrabiado, frustrado, enojado.
Empezó su monólogo retándome: "¡Amanda!, no te
subas a mi auto, me quiero ir".
"Me voy contigo entonces", respondí.
"Pues si te vas conmigo, entonces maneja tú por favor", replicó.
Me subí, puse primera y partimos. Con el primer cambio, siguió su
primera frase.
"No entiendo esta vida, es tan difícil encontrar y lograr hacer lo
que a uno le gusta. Me costó tanto ubicarme y entender mi razón
aquí, me puse tanto la camiseta, me sentía tan cómodo y a
gusto haciendo lo que hago, aunque no ganara millones, era feliz.
¿Por qué no aprovechan eso? ¿Por qué me dejan ir en
vez de sacar lo mejor de mí? Entonces pasan estas cosas, y creen que con
un MBA en Estados Unidos, una infancia de playstations, nintendos, juegos de video
y 120 canales se puede hacer lo que sólo la motivación y entrega
puede lograr. Me parece injusto".
Antonio fumaba
desde el auto, echando el humo por su ventana, bien desolado, sin soltar una lágrima.
Yo me sentía sin herramientas para consolarlo, sólo entendía
su dolor e impotencia. Sólo sabía que tenía la razón,
y que en estas cosas no hay nada que se pueda hacer, más que apelar a la
razón y seguir la lucha, tal vez por otro lado, tal vez buscando un nuevo
horizonte.
El seguía hablando: "Lo terrible es pensar, que hay tantas personas
que trabajan sin saber el sentido de lo que hacen, sin entregarse de cuerpo y
alma a lo que elegimos, sin creer en ellos, ni en lo que hacen, sin autoestima".
Y proseguía: "Y aquí estoy yo, lloriqueando desde la ventana
de mi auto, esperando tener las fuerzas para levantarme mañana en la mañana
y resistir mi primera gran caída".
En eso, me apuntó donde quería que lo llevara. Estábamos
en Ñuñoa, en un barrio casi colonial, frente a una casa blanca,
alta, con jardines que alguna vez fueron iluminados y bellos. Una casa antigua,
cálida, su casa de niño.
Tocó el timbre, y salió doña Irene, su mamá. Una señora
de sesenta y tres años, con canas, sonrisa fácil y gracioso caminar.
Su delantal bien puesto, un olor dulce de cocina parecido a queque de zanahoria,
dulzura en su mirada y alegría de vernos.
"¡Mira que visita más rica!", exclamó.
Yo saludé con la mano, él, en cambio, se abalanzó a sus brazos,
como un niño de cinco años que acababa de caer de su bicicleta,
y rompió en lágrimas, esas gruesas, que sólo una madre puede
consolar.
Hice mi seña de vuelta y cerré tras de mí la reja. No podía
hacer nada más. Me sentí triste. Tomé el celular y llamé
a la oficina avisando que me tomaría el resto del día; ya era tarde,
por lo que nadie puso problema.
Desde Ñuñoa tomé una micro hacia la Estación Central
y ahí un bus a Viña.
Adelanté el día de la madre. Postergué todo por recibir un
cálido abrazo de mi mamá. Nada más habría podido recomponerme
ese día.
Amanda Kiran