Columna
de Amanda Kiran
Los inolvidables 25
Viernes 03 de octubre de 2003
Misteriosa era esa situación.
Demasiado misteriosa.
Mi hermano algo tramaba, yo ni imaginaba lo que podía ser.
Me esperó a que llegara de la universidad, todavía me acuerdo, eran
las cinco y media. Era viernes. El había llegado antes de su trabajo y
me estaba esperando para salir a trotar.
Yo estaba bastante cansada y lo único que quería era recostarme
un ratito en la cama. Pero algo que nunca he podido hacer es rechazar cualquier
invitación de cualquiera de mis hermanos. Es como una regla para mí.
Básicamente es un honor, y triunfa sobre cualquier cansancio, lata o pena
que pueda tener.
Era un día frío de mayo, y él ya estaba vestido de buzo.
No siempre muestra tal interés por salir a algún lado, pero yo ni
sospeché, solamente me alegré de que estuviera esperándome
porque generalmente llego a la casa y estoy sola.
Como sola, leo sola, veo tele sola, y para cuando él llega, yo ya estoy
durmiendo.
Vivimos juntos hace cuatro años, desde que mis papás jubilaron y
se fueron de Santiago, en busca de un aire mejor.
Ese era nuestro primer año juntos.
Yo ya me había acostumbrado a este novedoso estilo de vida, que todavía
cuando eres joven te parece realmente libre y soñado.
El resto de nuestros hermanos ya estaban armados con sus otras familias. Quedábamos
nosotros dos y le dimos el ritmo juntos. Las cosas han resultado bien. Al menos
así lo siento yo.
José estaba casi trotando en su lugar, precalentando para sacarme de una
oreja a trotar. Yo me cambié lo más rápido que pude, y salí
tras él.
Saqué mis sostenes regalones que usaba siempre para trotar, recién
lavados, pero bien viejos. Mi polera de manga larga. Un polerón abrigado
azul. Mi pantalón de buzo gris y las zapatillas regalonas. Llenas de hoyos.
Eso pasa por el tiempo que provoca la palabra “regalonas”. Nunca es
hora de dejarlas ir.
Salimos de la casa como a las seis de la tarde. A las seis y media el cielo no
aguantó más y dejó caer ese tremendo balde eterno de lluvia.
Lluvia, fuerte,
tupida, gruesa. Caía y caía sobre nuestras cabezas, y José
no daba pie atrás con su carrera. Yo no podía ser menos, ni quería
dejar de seguirlo. Me sentía Rocky (en mujer).
Llegamos, luego de una hora de trote, a una plaza. Ahí me sentó
en la mitad del pasto, mezclado con barro y charcos, a hacer abdominales. Le dio
con que sería desde hoy mi “personal trainer” -como dice la
moda- y que me sacaría un perfecto físico para el verano. Era 15
de mayo. ¿Verano?
Desgastada y aburrida de sentir frío, lo miré con angustia y le
dije: “José ¿por qué hoy?”.
-¿Qué tiene de malo hoy?, respondió.
Ahí yo debí deducir algo, pero no fui capaz. El cansancio me tenía
aturdida. Llevábamos media hora de barro, media hora de abdominales, más
media hora de lluvia en conjunto con algunas flexiones de brazos y los primeros
estornudos.
Tenía frío, estaba cansada, y ya ni por el amor de mi hermano era
capaz de mantenerme en esa plaza que me parecía horripilante.
-Bueno Amanda no suframos más, es hora de irnos, dijo.
Partimos al trote de vuelta, con la transpiración helada mezclada con lluvia
y tierra mojada. La vuelta, como un caballo de carrera que quiere llegar a su
establo, fue más corta y más veloz. Yo, solo soñaba con mi
baño de tina.
José avanzó bastante más rápido que yo, y me dejó
atrás. Lo ví desapareciendo a dos cuadras de lejanía, doblando
ya a nuestra casa.
Yo, trotando agotada, soñaba con el agua caliente que recorrería
todo mi cuerpo para poder emparejarlo de este frío insoportable. A metros
de la casa me saqué las zapatillas, que ya casi no tenían diferencia
con los pies pelados; me saqué los calcetines y los tomé. Luego,
ya en mi terreno, me quité el polerón para no mojar la entrada y
junto con el polerón, salió la polera pegada a él.
Entonces tomé todo junto, me lo envolví en la mano y entré
en topless a mi casa, con mis zapatillas en la mano y mis peores sostenes deportivos
empapados.
Al cruzar la puerta, intenté prender la luz, pero se prendió sola.
Eso fue terrible.
-¡Soooorpresaaaa!
Mi cumpleaños era en tres días más ¿Cómo no
recordarlo? La sorpresa fue bastante compartida, incluso para mi pobre hermano
que llevaba semanas organizando esto. Por suerte, solo amigos, una gran vergüenza,
una noche inolvidable, un baño de tina menos.
Toda la ropa que llevaba en la mano se fue directo a la basura. No más
“regaloneos” con prendas inútiles. Uno nunca sabe lo que te
puede sorprender. Mi cumpleaños número 25 en una palabra: inolvidable.
Amanda Kiran