Columna
de Amanda Kiran
Los Miserables
Sábado 15 de marzo de 2003, 12:17
Cuarto medio.
Reinas del mundo.
Cuatro colegialas lindas con el futuro y el mundo por delante.
Carla, Loreto, Alicia y yo.
Nos tocó viajar como seleccionadas de atletismo, gira deportiva del colegio
a Gran Bretaña, era un regalo del cielo.
Fuimos seleccionadas, después de duros entrenamientos, largas jornadas,
clases extra por el tiempo que utilizábamos para entrenar, en fin.
Cada una en su disciplina, nos habíamos propuesto ganar esta beca e ir
las cuatro juntas. Cada una se sacrificó, por sí sola, pero finalmente
por una meta conjunta, y lo mejor fue que las cuatro lo logramos.
El día de la nómina no lo podíamos creer. Saltamos y reímos
la tarde entera. Juntamos a las cuatro familias en mi casa a celebrar. Todas veníamos
de familias esforzadas por lo que fue un regalo tanto para nosotros como para
ellas este premio.
Nuestra estadía no sería muy larga, pero alcanzaríamos a
estar dos días en Londres. Ahí estaba lo más exquisito, poder
estar una noche las cuatro en Londres.
En las competencias nos fue relativamente bien. Estuvimos dentro de la media,
y la Carla ganó 400 metros planos. Fue una bellísima carrera, y
nosotras tres estábamos afuera apoyándola.
Luego de eso, llegaron los días en Londres. Fueron al final de la gira,
como un regalo. Era la parte turística del viaje, donde ya no había
que competir, sólo relajo.
Caminábamos las cuatro por Picadilly Circus, no entendiendo mucho, con
un mapa gigante que nos tapaba a las cuatro juntas. Intentábamos no
perdernos, cuando de pronto vimos un afiche en la pared que decía "Hoy,
última función de Los Miserables".
Los Miserables,
musical basado en la obra de Víctor Hugo, musical del cual las cuatro estábamos
empapadas y enamoradas, ya que el papá de Loreto nos sentaba cada verano
una tarde entera a escuchar sus canciones, conocer sus letras, a entender la obra.
Las cuatro soñábamos con ver la obra, pero jamás pensamos
encontrar entradas y menos a nuestro alcance. Entramos a preguntar, y para suerte
nuestra quedaban varias entradas a un precio demasiado bueno
No entendimos
la suerte y nos fuimos dichosas al hotel a cambiarnos y ponernos bellas para ir
al teatro.
Tomamos uno de esos finísimos taxis que sólo se ven en Londres:
negros, como antiguos, donde caben seis personas atrás, tipo carruaje,
mirándonos de frente, riéndonos de nuestra suerte. Hicimos la feroz
vaca, lo tomamos sólo para no llegar caminando al lugar.
La que se veía más bonita era Carla, su pelo rubio y su vestido
rojo escotado por delante la hacía verse como una actriz de cine; después
Loreto, con su estilo más vanguardista, luciendo sus pantalones de cuero
negro apretados y su polera bañada en lentejuelas del mismo color negro
que le hacían resaltar su precioso pelo rojo; Alicia, en cambio, usó
un top sin espaldas, el cual terminaba justo donde debía, para que dejase
aparecer una hermosa falda de gasa floreada, un poco translúcida, que lucía
perfectamente su delgado contorno. Jamás me voy a olvidar de esas tenidas,
fueron especialmente pensadas para esa noche
única, a los dieciocho años en la mitad de Europa.
La mía era más sencilla, no tan audaz pero cómoda. Usé
una falda larga calipso, y un peto negro con dos tirantes muy finos, que me hacían
ver un poco más alta. Me sentía bien.
Llegamos al teatro, nos bajamos delicadamente del auto negro y caminamos hacia
la puerta. Mostramos nuestras entradas, y con señas el guardia nos indicó
que siguiéramos subiendo
Llegamos al segundo piso, y el segundo guardia
nos volvió a apuntar hacia arriba.
-Bueno, será mas arriba, dijo la Lore.
-Seguro que sí, comentó Carla.
Cuando llegamos al tercero, ya un poco cansadas, el guardia del tercer piso nos
mostró de nuevo con el dedo hacia arriba.
La Carla se detiene, y en su mejor inglés dice: "¡¿How
more?!"
Con risotadas nosotras tres seguimos las indicaciones, esperando que en el cuarto
piso nos dejaran entrar, pero no fue así, el dedo seguía señalando
el cielo, y nosotras subiendo y subiendo escaleras.
La belleza de cada una seguía, pero el escote ya no era el mismo, el perfume
medio que se había consumido, las gasas se desordenaron y las lentejuelas
iban quedando como migas de pan marcando el camino. Mis tirantes ya no acompañaban
los hombros y el pelo, lacio, fue atajado por un elástico duro.
Cuando llegamos al piso octavo del teatro, el guardia nos sonrió e hizo
parar. Los peinadas chasquillas habían desaparecido tras la transpiración
y la elegancia se quedó junto con el acento "british" en Santiago.
Llegamos a nuestras ubicaciones, agotadas, con la obra empezando, las luces apagadas
y realmente arriba del escenario. Tan arriba, que no sólo no veíamos
bien a los actores, sino que veíamos todo lo que pasaba tras bambalinas,
cómo se movía el escenario y las ropas que usarían en el
siguiente acto. Era gracioso.
Las cuatro nos sentamos con el corazón a mil, y empezamos a gozar de la
obra. Al igual que el señor de la primera fila, se nos llenaron los ojos
de lágrimas cuando Cosette cantó su canción de amor, no importaba
tanto la ubicación, sólo lo que nos provocó esa noche y la
delicadeza de pensar que al día siguiente cruzábamos el mundo y
volvíamos a Chile habiendo visto en Londres, juntas, las cuatro mejores
amigas, Los Miserables.
Amanda Kiran