Columna
de Amanda Kiran
Carpa Diem
Viernes 31 de enero de 2003, 17:03
El
año que decides veranear mochileando, ya te sientes grande, ya puedes viajar
sola, hacerte cargo de tus platas, valerte por ti misma.
Creo que todos hemos mochileado alguna vez, a donde sea y aunque algunos dicen
que lo mejor es salir de Chile, nada iguala al sur, a nuestro sur, las islas,
la naturaleza en vivo.
Ese año fuimos seis amigas, totalmente distintas, una fácil, otra
compleja, una risueña, la otra para adentro, una carretera hasta los codos,
la otra un yogurt. Todas queríamos mochilear, todas nos sentíamos
grandes ya.
Nos separábamos en grupos de a tres, para que al hacer dedo no fuera tan
difícil. Las carreteras estaban llenas de gente como nosotros, y sólo
en la partida, que fue en Puerto Montt, nos dio nervio subirnos al primer camión.
Después, ya era cotidiano. Nuestros cuerpos y las mochilas se ambientaban
bien en los remolques.
Conocimos mil historias de cada chofer que nos acarrió; sentimos frío,
y mucho calor, estuvimos hasta tarde caminando, y otras veces, llegábamos
a nuestro destino varias horas antes de lo presupuestado:
Me tocó ser parte del trío que no consiguió transporte en
uno de los tramos.
Fue agotador, varias horas de caminar a todo sol, con una buena mochila sobre
la espalda, y más encima, recibir la burla de las otras tres, que llevaban
un buen rato, recostadas esperándonos, tirando el comentario atinado...
-Chi, que se demoraron...
Pero la experiencia no tenía comparación con nada. Armar la carpa
con tus compañeras, disfrutar sacando un centenar de fotos, con los miles
de colores que iluminaban el sur, preparar los tallarines contra el tiempo y contra
cinco bocas que no daban más de apetito, todo tenía un sentido.
Todo era digno de comentar.
Llegamos el octavo día al lugar que más nos gustó, Cucao.
Esta parte de la isla lo tenía todo, mar abierto, dunas, río, sol,
lluvia, mucha gente de todos los tipos, de diferentes países, un hermoso
puente, caminatas y parques, era un lugar casi perfecto, casi el Paraíso.
Si en algo
nos identificamos las seis fue en la fascinación que nos produjo llegar
ahí. Incluso decidimos cambiar el itinerario, y quedarnos varios días
más. El lugar lo ameritaba.
Armamos la carpa en el sitio de don Matías, quien nos arrendaba el lugar
por trescientos pesos.
El y su señora nos preparaban un pan amasado increíble, y todas
las tardes pasábamos un rato a su casa, a comernos el pan con mantequilla,
al lado de su horno a leña con una buena conversa de momentos perfectos.
Las mañanas eran deportivas, desafiábamos a quien se nos cruzara
por delante a hacer cualquier cosa. Todo estaba bien, hasta que esa estúpida
mañana, la soberbia se nos subió sobre los hombros y desafiamos
a nuestros vecinos, seis universitarios en una ridícula carpa de género
naranja, muy antigua, que jugaban con una pelota de fútbol.
-Oigan, ustedes, sí, ustedes seis, los de la carpita de género
Los desafiamos a una pichanga.
Ellos no sonrieron, fueron carcajadas, eso nos impulsó más, nos
picó, nos llevó a la locura.
-¿Ah sí, se ríen? Les apostamos su ridícula carpa,
contra la nuestra que les ganamos. Dos tiempos de diez minutos.
-Vale, gritaron.
Los arcos, marcados con botellas; la cancha, delimitada con piedras; el público,
un sin fin de mochileros que no entendía el desafío y -para ser
franca- creo que nosotras tampoco.
Empezó el primer tiempo, y se demoraron dos minutos en meternos el primer
gol, nosotras un poco más en empatarles, pero duró poco. Tres a
uno, cuatro a uno, cinco a uno, nos vapuleaban, no sabíamos qué
hacer, no teníamos por dónde.
Metimos el 5-2, más que nada por el honor, que estaba fondeado tras la
humillación.
Terminado el partido, rápidamente, sin mucha ceremonia, doblamos la carpa
y guardada en su bolsa se las pasamos, esperando una respuesta de perdón,
la cual nunca llegó.
Éramos unas cuicas odiosas y nos merecíamos el castigo.
Humilladas, no logramos agarrar el bus para irnos de Cucao a Puerto Montt, y quedamos
atrapadas en esta isla en el poto del mundo, sin carpa y sin orgullo alguno.
La noche cayó, y con ella, la peor lluvia de todo el verano.
Cuando ya fue tarde, don Matías quiso acostarse y nos exilió de
su casa, y ahí quedamos, al desamparo y la humedad.
Nos pusimos bajo unas nalcas, esperando que bajara la intensidad de la lluvia,
pero no ocurrió. Fue, entonces, cuando con un haz de luz se abrió
la carpa de género, naranja fuerte, y sin mucho cariño se oyó...
-Si quieren, duermen aquí, con nosotros.
No hubo discusión alguna, en menos de un segundo éramos doce personas
en una gigantesca mansión de género naranja, que nos parecía
adorable.
A la mañana siguiente, el sol nos despertó y con él, las
ganas de irnos para la casa. Sin abrazos ni cariños, dijimos adiós.
Camino de vuelta, no sabíamos por qué pero nos sentíamos
más livianas, varias cosas habíamos aprendido.
Al llegar al terminal, nos esperaba el papá de la Romi.
-Hola niñas, ¿qué tal, las ayudo? ¿Y la carpa? ¿Dónde
está la carpa Romi.
-La perdimos, papá...
Luego nos miró a las cinco y dijo.
-&%%$#!... junto con el orgullo.
Amanda Kiran