El
gran edificio oral que es la pieza plantea en principio la solución
de un enigma: entender por qué se pelearon de por vida el físico
alemán Werner Heisenberg y su colega judío-danés
Niels Bohr, tras la visita que aquel hizo a su ex profesor en 1941, estando
Copenhague ya en poder de los nazis. Un misterio no menor, por cuanto
ambos fueron los principales artífices de la bomba atómica.
La
inteligente obra ficciona cómo pudo ser el encuentro, cuyos tres
participantes -Heisenberg, Bohr y su esposa y secretaria- evocan desde
una instancia atemporal. Hay abundantes referencias históricas
y disquisiciones científicas que explican el gran salto que dio
la mecánica cuántica en la primera mitad del siglo XX, tocando
los temas de la responsabilidad ética de la ciencia y la relación
discípulo-maestro.
Pero
lo más fascinante es que nos hace conscientes de que esos avances
debieron cambiar hace tiempo nuestra percepción del mundo basada
en la causalidad. Los personajes actúan como partículas
atómicas en el espacio que evolucionan según los principios
de complementariedad o de incertidumbre, desarrollados por Bohr y Heisenberg.
La
obra por último no devela incógnita alguna, porque no hay
nada que entender. La realidad es inalcanzable, depende del punto de vista
de quien se le aproxime. En ella todo es probable y en permanente cambio;
el presente, el pasado y el futuro son un continuo sin fin.
En
el escenario vacío con sólo tres sillas, los movimientos
de la luz son protagónicos. Por el contrario, la música,
de sonido electrónico, no convence del todo. En el elenco, dirigido
por Gustavo Meza, sobresale Francisco Reyes como Heisenberg, sin duda
el mejor trabajo teatral suyo hasta ahora; lo revela en la madurez de
sus dotes.
Por Pedro Labra |