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Viciosa
tragedia contemporánea
Por Juan Antonio Muñoz H.
Cuando "Éxtasis" se iba a estrenar en Veroli, en el marco
del Festival de Dramaturgia Contemporánea, la duda asaltó
a la curia de la ciudad. Era una pieza que se refería a la imaginería
de la Iglesia Católica y que indagaba en las formas que adoptaron
las vidas de los santos a través del tiempo. Ya que el Festival
se desarrollaba al interior de la Iglesia de San Antonio, fue necesario
enviar un texto a los prelados de la zona, para que ellos decidieran.
Pero la lectura no fue suficiente y fueron a ver un ensayo, tras el cual
el sacerdote a cargo terminó por aceptar: "Si Dante describió
el Infierno en 'La divina comedia', bien podría ser éste
el Infierno del siglo XX", habría dicho. |
Así
fue cómo "Éxtasis" se estrenó en templo
repleto. La crítica italiana saludó a la obra como "una
gran tragedia contemporánea" y los aplausos para Ramón
Griffero y su gente parecen que aún retumban en San Antonio.
El director y dramaturgo vino a exorcizar los años noventa con
la historia de Andrés, un joven cuyo único objetivo en la
vida es ser santo. Especie de San Sebastián de última hora,
Andrés ve transcurrir su infancia en soledad, juntando estampas
de vírgenes y mártires. En vez de comer la torta de su cumpleaños,
la regala a los pobres y recorre los templos tratando de encontrar la
manera de parecerse a hombres y mujeres de las ‘‘Vidas ejemplares’’.
Es una especie de pretendido ingenuo, que hace intersección con
un mundo misógino y torcido, en el que el amor no tiene que ver
con el género sexual. Sus arrebatos místicos son tan intensos
como el paroxismo de una masturbación o como el empeño equívoco
que pone en enamorar a María.
Pero silicios y azotes no son capaces de contener su carne bien dispuesta
al pecado, y por eso opta por conocer a fondo el Infierno, ir a saciarse
de él para desde allí encontrar la anhelada trascendencia.
Finalmente, inspirado por el ejemplo de San Roque, que sufrió en
carne propia las miserias de los enfermos a los que cuidaba, Andrés
busca la manera de contagiarse.
Como siempre, Ramón Griffero construye un mundo sobre el escenario.
Su conocimiento del uso del espacio, la tensión que provoca, los
efectos de iluminación y la efectiva mezcla de personajes de caricatura
con fuertes escenas casi naturalistas conforman una puesta indudablemente
atractiva para una historia sorprendente, lúcida y sin respeto
por ningún convencionalismo: desde la Iglesia al Ejército,
todo está aquí en la mira. También sabe cómo
manejar al grupo de actores. Cada uno de ellos tiene buenos momentos,
pero no se puede dejar de mencionar la abuela fisgona y voyerista de Margarita
Barón; la dulce y pura María de Paulina Urrutia, que protagoniza
un fantástico baile con el plumero y dos porrazos inolvidables;
el frágil y enamoradizo Esteban de Carlos Díaz, y el alucinado
retrato de Andrés que hace Sebastián Layseca.
La dramaturgia en Griffero es la del espacio y ahí el triunfo es
absoluto. Pero los textos resultan cortos de implicancias, poco emocionados
y rara vez poéticos; además, los personajes de verdad no
tienen desarrollo. Son seres fijos que no sufren transformaciones interesantes,
incluso en el caso de Andrés, quien desde el comienzo está
fuera del mundo. Por lo mismo, los parlamentos se vuelven muy reiterativos.
Se agradecería una media hora menos de espectáculo. |