MALLORCA MÁGICA

 

Un siglo y medio después de la partida de uno de los grandes de la música de este milenio, la revista “El Sábado” recordó un momento clave en la vida del compositor polaco Frederic Chopin: su retiro en Mallorca junto a George Sand. Y cuenta por qué esa isla del Mediterráneo se ha convertido en el paraíso de artistas e intelectuales.

por Vesna Mimia y Angela Precht

Aunque Federico Chopin murió de tuberculosis antes de cumplir los 40, vivió de manera intensa. De familia de clase media polaca, pasó a los lujosos salones de París y a compartir con una aristocracia europea que quedó embobada por su talento. Católico y creyente, cometió adulterio a lo largo de toda su vida y fue incapaz de mantener un compromiso estable. Sólo con Aurore Dupin, más conocida como George Sand, sostuvo una relación de nueve años. Quizás lo sedujo la irreverencia de esta mujer, seis años mayor, que vestía como hombre, escribía como nadie y fumaba como carretonero. Quizás no. Pero de todos modos, con sólo seis meses de amoríos, decidió seguir a su amada a Mallorca.
Fue cuando la salud del mayor de los hijos de George Sand, Maurice, se debilitó a un extremo tal que la escritora decidió escapar del terrible invierno francés hacia la primavera de Europa, en busca de un clima más cálido. A su pasión por George Sand, Chopin agregó, como segunda razón para seguirla, su también frágil salud.

El 8 de noviembre de 1838 un barco llevó hasta Mallorca a la célebre pareja, los hijos de la escritora y su criada Amelia. Noventa y siete días después, Chopin volvería a París, habiendo compuesto doce de sus 24 preludios y con una tuberculosis avanzada. George Sand, por su parte, agotada del rol de enfermera, escribiría la singular experiencia un par de años después, en “Un invierno en Mallorca”.

Procedentes de una capital desenfrenada, como la Ciudad Luz, la pareja se encontró en la isla con la lentitud y tozudez de una sociedad de campesinos españoles.

El primer problema se les presentó recién bajados del barco. En Mallorca no existían hoteles y tuvieron que alojarse en unas míseras y frías habitaciones. A los cinco días un rico mallorquín les ofreció su finca a precio de turistas. Los amantes no vacilaron ni un minuto y se instalaron en Sont vent, la casa del viento.
Durante ese primer tiempo en la isla todo fue tranquilo. A pesar de que la aduana tenía retenido el piano de Chopin, él se acomodó con un viejo instrumento. Sand tampoco se dejó abatir en sus estériles intentos por adquirir muebles en una isla donde todo tardaba, como mínimo, seis meses en hacerse.

En aquel tiempo la novelista escribiría: “Es una de esas vistas que agotan, porque nada dejan al deseo, a la imaginación... todo cuanto el poeta o el pintor pueda soñar, la naturaleza lo ha creado en este sitio... detalles infinitos, variedades inagotables, vagas profundidades, todo está allí y el arte nada puede añadirles”.

Hasta que llegó la lluvia. Un aguacero de proporciones bíblicas borró todos los caminos de la isla y filtró las delgadas paredes de cal de la finca. Las habitaciones se hincharon como esponjas y mientras la salud de Maurice se afirmaba, la de Chopin sucumbía.
Cuatro médicos lo visitaron. El primero decretó que el agonizante nada tenía, y nada recetó. Los tres siguientes, además de indicar medicamentos inexistentes en la única farmacia de Mallorca, hicieron correr el rumor de que el compositor sufría de una terrible enfermedad contagiosa.

George Sand escribiría: “Nos convertimos en objeto de horror y espanto para la población. Nos declararon atacados y convictos de tisis pulmonar, lo que equivale a la peste, según los prejuicios de la medicina española”.

“Acto seguido, cuenta la escritora, recibimos una carta del dueño del lugar en la que nos decía que teníamos una persona con una enfermedad que le repugnaba ni más ni menos a él, don Gómez, el hombre más suciamente feo de las cuatro partes del mundo... en virtud de lo cual nos rogaba desalojar su palacio lo más pronto posible”.

El cónsul francés llegó en su ayuda y consiguió trasladarlos a la Cartuja de la villa de Valldemossa, un antiguo convento construido en 1399.

Mallorca contraataca

 

Fue en ese tiempo que Chopin creó la música que dedicó a George Sand. En menos de tres meses compuso la mitad de los 24 preludios que terminaría más tarde, y los editó todos: dos nocturnos, dos polonesas, una mazurka. Además, un squerzo, la Segunda Balada, tres estudios posteriores y dos movimientos de la segunda sonata. Todo eso sin su piano, desahuciado, y en medio de su apasionada relación con Sand, que llegaba a veces a estados explosivos. El hecho es sorprendente no sólo por el volumen de las obras compuestas en condiciones tan adversas, sino también por la creatividad y cualidad de la obra, contó a “El Sábado” el concertista Ilan Rogoff, radicado en Mallorca hace años, quien se ha especializado en la obra de Chopin de ese convulsionado período de su vida.

Obviamente sus vivencias se reflejaron en su obra, continúa Rogoff. “El arte es un reflejo de la vida cotidiana, una sublimación de la misma, que impulsa hacia afuera el mundo interior del artista. No hay que olvidar que muchas de las cartas que Chopin envía a su editor desde Mallorca describen momentos de gran emoción y elocuentes elogios al lugar. Lo que sí me atrevo a asegurar es que las composiciones de Mallorca marcan, más allá de una profunda angustia y singular tristeza, un cambio significativo en su concepción del uso del piano y la sonoridad del instrumento”.
La gente del pueblo, a los que George Sand definió como modelos de simplicidad y pureza síquica, estaban lejos de entender el amor libre de la pareja y su indiferencia hacia la Iglesia.

El párroco de Valldemossa comentó de Sand, “¡Figuraos que no habla con alma viviente, no sale de la Cartuja y no aparece en la iglesia ni siquiera los domingos, acumulando así Dios sabe cuántos pecados mortales!”

Con el beneplácito del sacerdote, los campesinos les vendían todos los productos tres y hasta cuatro veces más caros. Las mujeres huían de Sand como de la peste y los de la aduana no aflojaron el piano de Chopin hasta días antes de su partida. Con la antipatía desatada y la salud del compositor cada vez peor, decidieron emprender el regreso.

Para coronar la dura experiencia vivida, subieron en “El Mallorquín”, un barco que transportaba chanchos. Los cerdos iban en calidad de reyes, nuestros viajeros, hacinados en un camarote, y Chopin, tirado en el peor colchón, el que por orden del capitán sería quemado una vez en tierra. El músico murió 10 años después de su llegada a París.



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