Alberto Rojas Moscoso
Periodista y Magíster en Ciencia Política de la P.U.C. de Chile.


¿Por qué Saddam Hussein sigue siendo un problema para Washington, doce años después de terminada la Guerra del Golfo? La respuesta se puede encontrar precisamente en las postrimerías de ese conflicto.

Cuando EE.UU. lanzó su ofensiva militar destinada a liberar Kuwait de la ocupación iraquí -la operación Tormenta del Desierto-, tomó la precaución de forjar su alianza internacional bajo el alero del Consejo de Seguridad de la ONU, que a través de la Resolución 678 (de noviembre de 1990) le otorgó la legitimidad necesaria para actuar contra el régimen de Bagdad.

Pero la autorización ''del uso de todos los medios necesarios (...) para restaurar la paz y seguridad internacionales'' tenía límites muy precisos. Sólo se usaría la fuerza militar para liberar Kuwait y en ningún caso la resolución de la ONU se podía interpretar como un cheque en blanco para entrar en Bagdad y deponer a Hussein.

Para el entonces Presidente George Bush (padre), pasar por encima del mandato del Consejo de Seguridad también habría significado traicionar el frágil respaldo de los países islámicos, los que habían aceptado apoyar a Estados Unidos en contra de ''un país hermano'' como Irak, a cambio de que la ofensiva sólo tuviera como objetivo expulsar a los iraquíes de Kuwait y que Washington garantizara que Israel no intervendría en la guerra.

Sabiendo las condiciones de los aliados regionales de Bush, Hussein bombardeó Israel con misiles Scud, esperando provocar al gobierno israelí y abrir entonces un nuevo frente de la guerra. Pero Israel no respondió los ataques y probablemente por primera y única vez en su historia, un gobierno israelí puso la seguridad del país en manos de otra nación: Estados Unidos y sus baterías antimisiles Patriot.

Hussein había fracasado en su intento por desarticular la alianza multinacional. A fines de febrero de 1991 sus tropas en Kuwait fueron estrepitosamente derrotadas y sus remanentes eran perseguidos por las fuerzas estadounidenses y sus aliados hasta el sur de Irak. Los soldados iraquíes que se rindieron -incluso ante grupos de periodistas- se contaban por miles.

En ese contexto, Bagdad estaba al alcance de la mano. Sin embargo, Bush cumplió con el mandato del Consejo de Seguridad -no sin enfrentar duras críticas dentro y fuera de Estados Unidos- y dejó a Hussein a merced de los propios iraquíes.

De hecho a comienzos de marzo de 1991 se iniciaron masivas revueltas de kurdos en el norte y de chiítas en el sur de este país. Ambos grupos, perseguidos y exterminados por el gobierno de Hussein durante años, vieron en su aparente debilidad la oportunidad para derrocarlo. Y Washington pensó que ellos terminarían el trabajo.

Sin embargo, Saddam Hussein contaba con una última carta: la Guardia Republicana. En cuestión de días este cuerpo militar de élite logró revertir la situación, Hussein recuperó el control de Irak y tanto kurdos como chiítas -nuevamente perseguidos- buscaron refugio en países vecinos, generando un éxodo masivo hacia las fronteras.

Estados Unidos y sus aliados no intervinieron, calificando la situación como un asunto interno iraquí. Pero dada la magnitud del drama humanitario, se establecieron las zonas de exclusión aérea que existen hasta hoy -tanto en el norte como en el sur-, para evitar que el régimen de Bagdad exterminara a estos grupos.

A pesar de la popularidad lograda con el triunfo en el Golfo Pérsico, en 1992 Bush padre perdió la reelección ante Bill Clinton, quien después de tres gobiernos republicanos consecutivos por fin lograba devolver a los demócratas a la Casa Blanca.

Durante sus dos administraciones (1993-2000), Clinton siempre mantuvo un ojo vigilante sobre Hussein. Y si bien en más de alguna ocasión ordenó bombardear Irak -incluyendo un oportuno ataque durante la investigación del affair con Monica Lewinsky-, Hussein nunca enfrentó una amenaza militar directa de Estados Unidos. Hasta ahora.

Las sanciones económicas de la ONU impuestas por más de una década -como suele ocurrir- no han surtido ningún efecto en la estabilidad del gobierno de Bagdad. Y ahora George W. Bush, argumentando la existencia de armas de destrucción masiva, parece dispuesto a terminar el trabajo de su padre. Aunque Estados Unidos deba atacar solo.

Pocos dudan que haya una Segunda Guerra del Golfo, después de tan masivo despliegue militar y considerando la importancia de los yacimientos de petróleo de Irak, que también están en juego. Entonces, la pregunta de fondo es cuánto habrá que esperar para que ocurra. Ya que esta vez, la tarea no parece que vaya a quedar inconclusa.

Alberto Rojas Moscoso
Periodista y Magíster en Ciencia Política de la P.U.C. de Chile.

 

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