Sarah
Bernhardt fue algo así como la
primera gran Diva del teatro y del cine.
No sólo es recordada por su gran
talento en la actuación o su
innegable belleza que asombró
a muchos en la época en que vivió.
También se la recuerda por sus
excentricidades, por esa extraña
forma de ser y vivir la vida, que resultaba
distinta, nueva si se quiere, para fines
del siglo XIX y principios del XX.
A
Bernhardt se la compara, guardando las
proporciones y las múltiples
diferencias por las décadas que
las separan, con la también diva
Madonna. Por eso quizás Sarah
no nos sorprendería hoy, cuando
estamos acostumbrados a las grandes
estrellas del espectáculo que
más brillan por sus escándalos
que por sus luces propias.
Pero en plenos años 90 (del siglo
XIX) la Bernhardt asombraba y desconcertaba
por sus raras costumbres, inconformismo
y su gran capacidad para dejar a cualquiera
con la boca abierta.
No
por nada el escritor Marcel Proust la
convirtió en Berma,
uno de los personajes de su gran obra
En busca del tiempo perdido;
Oscar Wilde escribió Salomé
para que ella la interpretara y Sigmund
Freud decidió que una fotografía
de la diva debía decorar la sala
donde recibía a sus pacientes.
Incluso
el escritor estadounidense Mark Twain
dijo sobre Bernhardt: Existen
cinco clases de actrices, las buenas,
las malas, las regulares, las grandes
actrices y... Sarah Bernhardt.
Sarah Bernhardt nació en París
el 12 de octubre de 1844 bajo el nombre
de Henriette Rosine.
En
el Conservatorio de París estudió
arte escénico y de inmediato
se destacó y ganó premios
por sus interpretaciones tanto en comedia
como en drama. A los 17 años
se integró a la compañía
Commedie Française donde interpretó
pequeños roles en obras como
Ifigenia y Rey Lear.
Bernhardt
impuso pronto un estilo poco acostumbrado
entre los actores. Se caracterizó
por su dulzura, naturalidad, ternura
y encanto. Era una actriz dotada de
una gran capacidad de recursos escénicos,
que la hicieron escalar pronto a los
papeles protagónicos.
Sarah
la excéntrica
No
tardó la Bernhardt en dar a conocer
ese lado más duro, más
frío que hacía olvidar
su dulzura en las tablas y sacaba a
la luz a la mujer sorprendente, a la
diva que asombraba a todos.
Comenzó
a exigir diversos vestuarios y decorados
para las obras en que participaba. Junto
a eso deslumbra en sus más recordados
roles en Teodora, Cleopatra y La Dama
de las Camelias.
Se
conviertió en empresaria y de
actriz pasó a ser una verdadera
administradora, dueña de Teatros
y con enorme presencia en el medio artístico.
Ya no sólo deslumbraba en las
tablas, sino también como escultora,
pintora y escritora.
Poco
a poco pasa a ser reconocida por todos
como la divina Sarah. Su
talento se externaliza y sobrepasa las
fronteras de Francia para instalarse
en toda Europa. Incluso Sudamérica
es testigo de su belleza y calidad.
Pero también sufre
con sus excentricidades y mal humor.
Su paso por Chile en 1886 demuestra
que aquella joven y talentosa actriz
se había convertido en alguien
a quien se podía odiar y rechazar.
(ver en Chile)
El
Teatro siguió siendo su ámbito
principal, pero también las letras
y luego las pantallas se conviertieron
en medios para dar a conocer su talento.
En 1908 escribió sus memorias,
Ma double vie, y en 1920 una novela,
Petit idole.
Sobre
las tablas impresionó al mundo
con sus papeles masculinos. Con 70 años
Bernhardt interpreta con igual pasión
y calidad que antes los roles protagónicos
en Lorenzaccio, de Alfred de Musset,
El aguilucho, de Edmond Rostand, y al
príncipe de Dinamarca en Hamlet,
de William Shakespeare. En 1913 grabó
para el cine La Reina Isabel.
Sus
excentricidades fueron más allá.
Se habló de su ambigüedad
sexual, por trabajar con roles de hombres
en el teatro, pero también llamó
la atención su gran pasión
al representar la muerte de sus personajes.
Eso -se escribió- le producía
tal fascinación que mandó
a construir un ataúd el cual
utilizaba para dormir.
Junto
con eso se dijo que practicó
espiritismo, convivió un tiempo
probando drogas y adoptó animales
salvajes.
En
1915 sufrió un accidente que
la dejó con sólo una pierna.
Pero eso no le impidió subirse
nuevamente a las tablas, otra señal
típica de su carácter
de luchadora y de no dejarse vencer
por nada.
Después
de eso poco más tenía
que hacer Sarah en este mundo. Con más
de 60 años de actuación,
la Diva dijo adiós para siempre
a esta vida, pero se quedó en
el recuerdo inmortal de la historia
teatral.