Domingo, 12 de Julio de 1998

Encarando a Oscar Wilde
Por Merlin Holland (publicado en el Sunday Times del 12 de Octubre de 1997)

La desgracia que le ocurrió a Oscar Wilde en 1895 estuvo a punto de destruir a su familia. Transcurrieron largos años de secreto paternal antes que su nieto, Merlin Holland, se diera cuenta que podría aceptar con orgullo a su antepasado.

"Es temprano en la tarde de un día de fines de noviembre de 1994. Me encuentro sentado en la penumbra de una de las naves laterales de una Iglesia que queda en el barrio de la Rive Gauche en París. No recuerdo cuantas veces he venido a la Iglesia de Saint-Germain- des-Prés para encender una vela en la capilla del Sagrado Corazón. Vengo solo, como si se tratara de algo mecánico. Ni siquiera estoy seguro del porqué me encuentro aquí; ¿un sentido de deber familiar? Varias docenas de velas encendidas se encontraban a la entrada de la capilla, muchas más de lo acostumbrado y eso que la mía todavía no se encontraba entre ellas. Comencé a pensar qué día será este, creí que se celebraba la festividad de algún santo muy venerado, pero repentinamente recordé que era un nuevo aniversario de la muerte de mi abuelo, ocurrida el 30 de noviembre de 1900.

Aquí me encontraba sentado, con mi vela aún sin encender, ofendido por lo que parece una intromisión pública de parte de personas extrañas para celebrar este día que yo no recordé. Fue en ese momento en que la sangre y la historia comenzaron a fluir juntas y me encontré siendo el involuntario canal en el que corría un siglo de dolores familiares no llorados.

Por primera vez siento como si fuera parte de mí mismo y no sólo simples y helados recuerdos pertenecientes al pasado.

Fue entonces cuando el resentimiento le abrió paso a la gratitud; fue algo semejante a un aturdimiento al darme cuenta de que tengo un derecho a reclamar esta parte de mi patrimonio familiar y, con él, seguir adelante. Encendí mi vela. En sólo algunos minutos ya era imposible distinguirla de las otras, no era sino sólo un vacilante tributo entre muchos otros. Me retiré por una puerta lateral; detrás mío quedaron quemándose mis treinta años de inseguridad.Yo tenía quince años antes de que recordara que mi padre me habló por primera vez de Oscar. Temprano en la mañana, durante un caluroso día del largo y ardiente verano de 1961, mi padre me llevó a caminar por las calles de Chelsea, barrio en que vivíamos. A medida que pasábamos las casas que le traían recuerdos, mi padre las iba describiendo. Me mostró la casa de los Wilde en Tite Street, lugar en que él había nacido. Los jardines del Royal Hospital en los que él y su hermano habían jugado cuando eran niños. Debo haber estado desbordante de preguntas, ya que cuando volvimos me entregó una copia de su autobiografía "Son of Oscar Wilde" escrita en 1954. Me dijo "me parece que ya ha llegado el momento en que tú debes leerla". Con lo que respecta a los primeros años de mi padre, fue elocuente y conmovedor. Sentí que, cuando la escribió, inspirado por mi madre, sanaron un gran número de las heridas recibidas en su niñez. Leí como Constance había enviado al extranjero a sus dos hijos durante el tiempo en que a Oscar se le juzgaba en los tribunales; cómo ella más tarde había partido tras ellos y para verse obligada a cambiar su nombre por el de Holland cuando el dueño de un hotel suizo descubrió quiénes verdaderamente eran y de inmediato los encaminó hasta la puerta de salida. No obstante, referente a la caída en desgracia de Oscar no había casi nada escrito. Sólo cubría dos o tres páginas y la razón por la que se le había encarcelado jamás se mencionó. Juzgando todo lo sucedido conforme al contexto de los años 50, esto no era para sorprenderse, pero no me ayudó a comprender el aura de vergüenza pública que parecía rodear la vida privada de mi abuelo. Hasta en las mismas biografías pictóricas que mi padre había escrito en 1960, sólo se referían, a lo más, a una "estrecha amistad" entre Oscar y Lord Alfred Douglas, la que había "originado ciertos rumores", y, al reproducir una de las solicitudes de Oscar desde la prisión, él había insistido que la cláusula en la que se mencionaba su crimen gruesa indecencia fuera borrada. No puedo recordar sino veladas y pasajeras alusiones que hizo frente a mí acerca de su padre. Debido a que la última vez que vio a Oscar sólo tenía ocho años, de hecho no podría haberme contado mucho más. Sin embargo, de forma retrospectiva, me parece que el deseo que yo sentía por saber los hechos se encontraba de forma inextricablemente relacionado a la necesidad de que alguien me aconsejara cómo enfrentar la situación cuando yo, finalmente, terminara por saber la verdad. Si el transcurso del tiempo había hecho que mi padre sintiera un menor dolor causado por el escándalo y el exilio, no había sido lo suficiente como para que pudiera hablar de forma abierta acerca del impacto emocional que lo afectó y, aunque en mucho menor medida, también a mí. Por otra parte mi madre falleció a los ochenta, cuando yo tenía 21 años y mis preguntas jamás fueron hechas. Cuando yo tenía 17 años me dijo que Oscar y "Bosie" Douglas habían mantenido una amistad totalmente platónica y que los tres casos que se ventilaron en los tribunales se basaron en evidencias presentadas por perjuros pagados. Con igual convencimiento le repetí lo mismo a un compañero de escuela, quien me dijo con toda franqueza qué pensaba acerca de mí y de mi abuelo. Respondí iniciando una pelea para defender el honor de mi familia y por este lío simplemente me expulsaron de la escuela. En 1967, cuando aún no me había graduado de Oxford, una revista norteamericana me pidió que escribiera un artículo acerca la teoría de que Wilde tenía sobre la estética. Ya que yo estaba estudiando francés, escribí acerca de la influencia que ejerció sobre aquél el decadente Baudelaire y le escribí a mi padre dándole a conocer la noticia. De inmediato la familia emitió su veto. El contacto con la prensa debía evitarse a cualquier precio. El artículo no se escribió.Algunos unos años después de ocurrido este incidente, Oscar ya no ejerció en mi vida una gran influencia. Viví en el extranjero y tenía muy poco contacto con el mundo literario, pero en mi interior sentía que aún había algo por terminar referente a mi abuelo.

El hecho de interesarme en mis antepasados era considerado como algo enfermizo, no desde un anticuado punto de vista sexual, sino más bien porque los lazos sanguíneos no transmiten virtudes ni habilidades y, por tanto, ¿para qué iba a querer saber algo al respecto, si no iba a reclamarlas?

Cuando en 1974 volví a Gran Bretaña, descubrí que la vida de Oscar Wilde ya no era tema de murmuraciones y de conversaciones indirectas. Se hablaba de su homosexualidad sin dificultad alguna y ante los ojos del público la vida y obra de este hombre finalmente podrían volver a unirse por primera vez desde su muerte. La legalización de las relaciones homosexuales ocurrida en 1967 fueron en gran parte las responsables de esta actitud.

Repentinamente el mundo académico comenzó a tomarlo más en serio, como erudito y como pensador (no por nada alguien se gradúa en Oxford ocupando el primer lugar en el estudio de los clásicos) y no sólo como un hombre divertido perteneciente a un ambiente literario de segunda clase. De súbito me encontré intercambiando correspondencia con profesores universitarios que me pedían permiso para citar parte de sus cartas y, además, ellos creían que yo contaba con un conocimiento enciclopédico acerca del tema. Esta situación me proveyó de la excusa que yo necesitaba. Si yo tenía que administrar estos últimos derechos de propiedad intelectual, mi investigación podría efectuarse abiertamente y sin temor a acusaciones que yo siempre temí que pudiesen relacionarse a los genes.

Durante los próximos veinte años leí y volví a leer todas las obras y cartas de mi abuelo y también la virtualmente abrumadora cantidad de biografías, estudios y recuerdos personales de aquellos que lo conocieron. Lentamente comencé a armar un cuadro compuesto de una enorme complejidad. El era, a su vez, un anglo-irlandés con simpatías nacionalistas; durante toda su vida fue un protestante con inclinaciones católicas; un homosexual casado y padre de dos hijos; un músico de las palabras y un pintor del lenguaje que le confesó a André Gide que le aburría escribir; un artista interceptado por tres culturas: la compuesta anglo-francófila y, en lo más profundo de su corazón, la celta; un conformista rebelde que transgredía los cánones de la sociedad sólo por el tiempo suficiente como para hacer reír a carcajadas a la gente. Y, no obstante, ingeniárselas para lograr reconciliarlos a todos en un gran caleidoscopio de colores.