Domingo, 18 de Octubre de 1998

A propósito de Wilde, Flaubert, Baudelaire y otros:
Juicio al genio
Por Rafael Gumucio


La ley del arte es más poderosa que la ley civil. La estética de un artista es una elección personal, asumida en plena conciencia por un individuo. Eso puede explicar la preminencia que conservan obras literarias que en su momento fueron prohibidas y condenados sus autores.

Fiscal Carson: Escuche usted, señor. Esta es una de las Frases y citas para uso de los jóvenes" que usted ha escrito: "La maldad es un mito inventado por los buenos para justificar el curioso atractivo de los demás". ¿Cree usted que eso es verdad?

Oscar Wilde: Rara vez pienso que lo que escribo sea verdad.

Fiscal Carson: ¿Ha dicho rara vez?

Oscar Wilde: He dicho rara vez. Podía haber dicho nunca, al menos en el sentido con que se está utilizando aquí la palabra verdad.

Las sesiones del juicio de Oscar Wilde están llenas de alegatos de este tipo. En la batalla verbal, Wilde siempre ganó, aunque los hechos lo condenaran a dos años de cárcel.

Pero fue en mayor medida ese ingenio más que la inmoralidad, o la torpeza de su conducta sexual (en una inglaterra donde aquellas prácticas eran bastante comunes), la que condenó a Wilde. Son esos dos tipos de verdades, la verdad del tribunal y la verdad del arte las que estaban en juego. Demasiado fácil sería erigir a Wilde en una simple víctima de la verdad oficial. Toda la ridiculez del proceso no quita que en la verdad del arte el mismo Wilde perdió más que en la de la ley. En la Cárcel de Reading escribió su propia sentencia "Todo hombre mata lo que ama".

La batalla legal siempre fue injusta, la cantidad de poderes, de influencias, siempre lo desfavorecieron. Pero Wilde pensó salirse con la suya llevando a la palestra su personaje literario, el artista. El hombre que siempre tiene la razón porque tiene su razón, y siempre estaba del lado de la moral porque su única moral es la belleza. Era difícil que el tribunal tomara en cuenta estos argumentos. El tribunal juzgó a un hombre, a un hombre que hablada demasiado, un hombre cuya conducta moral podía acallar. El veredicto fue inapelable: dos años de cárcel. Pero si el juez hubiese sido artista, y si la condena hubiese sido artística (no habría sido de cárcel sino de silencio), creo que Wilde también habría resultado culpable.

Otros procesados

Unas décadas antes del juicio Wilde, en Francia juzgaron a dos escritores por la inmoralidad de sus obras. Bajo la furia del mismo Fiscal, se juzgó a Flaubert por "Madame Bovary" y a Baudelaire por "Las flores del mal": Los tribunales resultaron tener mucho mejor criterio que la crítica especializada. De entre toda la literatura de su época escogieron justo dos de las obras capitales en la historia de la literatura. Pero no había en esa elección ninguna consideración estética. Si se juzgaron esas dos obras fue porque las dos plantean de modo radicalmente diferentes (en "Madame Bovary" a través del realismo más crudo, en "Las flores del mal", a través del gusto por la imaginación y la fantasía sin freno) el mismo dilema moral. La misma transgresión a las normas civiles.

Al margen de sus obras, de la diferencia radical de estética de estas obras, al analizar la vida de Flaubert y Baudelaire, las semejanzas saltan a la vista. Tanto Baudelaire como Flaubert se consideraron escritores desde muy jóvenes aunque se demoraron mucho en publicar. Los dos autores de modo paradójico se hacen protagonista de sus libros. Son artistas antes que nada. Tanto Flaubert como Baudelaire viven en virtud del arte, fuera del arte, y hasta dentro de el, sólo ven mediocridad, aburrimiento, absurdo y muerte.

Se puede ir más lejos y pensar que Flaubert es el protagonista nato de las "Flores del mal", un epiléptico normando con mucha imaginación, pasión por los viajes y la experiencia sensuales y que no sacia nunca su hambre, su necesidad de huir. Sólo por exceso de poesía, por exceso de imaginación termina por escribir una novela lo más realista posible sin discursos, sin momentos de lirismo puro, donde la banalidad y la estupidez que tanto aborrece estén completamente desnudas.

Los dos autores al plantear un modelo de escritor que no sirve a la sociedad sino que se sirve de la sociedad para crear sus obras. Los valores estéticos están por encima de cualquier ley. La ley no encontró nada mejor que juzgar sus obras.

Baudelaire y Flaubert tenían todo para perder la batalla. Ninguno de los dos tenía una conducta civil demasiado irreprochable, ninguno de los dos contribuyó en nada a la sociedad, los dos desafiaron al tribunal cuantas veces pudieron. Y sin embargo lo dos ganaron.

¿Cuál fue su arma? El tribunal sólo podía examinar sus obras. Y sus obras eran de una moralidad aplastante. Baudelaire, en sus poemas, recorre todos los vicios y los sueños para pintarlos de ellos una visión pobre y triste. El sacrílego, el rebelde, el asesino se tornan sólo niños aburridos. Flaubert condena a su mujer adultera a muerte y deja como héroe anónimo a su marido, representante del hombre que no sale de la ley. Por caminos torcidos, la verdad de la ley se unía con la verdad del arte. O, para ser más exacto, los artistas, siguiendo sólo su criterio estético, llegaron a conclusiones morales mucho más duras, mucho más complejas, mucho más irrevocables, que las leyes o la moral común.

La tesis de Flaubert y Baudelaire quedó gracias al tribunal confirmada. La ley del arte es más poderosa que la ley civil. La estética de un artista es una elección personal, asumida en plena conciencia (a riesgo de perder la razón) por un individuo. Mientras que la ley es un código en común, que nace de un pacto de no agresión mutuo. La ley tiende a la vaguedad y es la mayoría de las veces un hecho que se asume sin mayor conciencia, una fatalidad frente a la que el individuo sólo le queda acomodarse, pero que nunca sentirá como propia.

El Dandy

Oscar Wilde llevará al extremo las conclusiones de Baudelaire. El poeta francés planteaba la idea de un hombre cuya vida fuese en sí misma un arte. Un hombre cuya moral fuese total y completamente estética. Wilde cumplió ese rol y encontró en la sociedad de su época un extraño respaldo. Llega a Nueva York y le preguntan:

¿Algo que declarar?

Nada, salvo mi genio.

Ese genio tomó su expresión en una forma de expresión a su medida: El ingenio. Un género que satisface al mismo tiempo el instinto artístico y el instinto periodístico.

La frase corta, el epigrama, la sorprendente paradoja, la humorada, la sentencia irónica. La sorpresa puede en este tipo de frases dar por verdad las verdades a medias. La belleza verbal hace fallar cualquier reproche lógico que se pueda encontrar en estas sentencias.

El ingenio es el modo en que el artista logra en el mundo un lugar. La sociedad se alimenta de sus sentencias, mientras el artista transforma la sociedad en objeto de su arte. Wilde logró por un tiempo lo que Flaubert y Baudelaire nunca lograron. La genialidad de Wilde, autoproclamada hasta el cansancio, fue un hecho admitido, un hecho que hacía admisible su peculiar carácter como parte esencial de la civilización británica. Cumplió el rol de Marcial en la Roma antigua, el poeta social que en pequeñas frases logra siempre un doble propósito, satisfacer a dos amos, la verdad poética, y el mecenas que necesita de los versos, o el enemigo al que se quiere ridiculizar en poema.

Pero Wilde pareció ignorar que las leyes y códigos están hecho también de palabras. La moral, cualquier moral, se nutre de aforismo. Al demostrar Wilde que se podía construir y destruir esos aforismos con una facilidad asombrosa se atacaba a uno de los pilares de la ley. Que una frase escrita por él mismo pudiera no ser verdad y ser verdadera al mismo tiempo, como se lo declara al fiscal Carson, es su verdadero delito, delito del cual se defiende a través de una batería nueva de frases ingeniosas, de ironías ridiculizantes. Armas que en el tribunal le serían fatales.

El ingenio contra el genio

Extraño destino el esperar a los ingeniosos: casi todos terminan o en el exilio o en la cárcel. De Marcial a Ovidio, de Cervantes a Quevedo pasando por Jonathan Swift. En todos estos casos el epigrama, la caricatura, el juego de palabras es una forma de ejercer un poder, la única forma de poder de quien es por su propia deformidad artística privado de él. El ingenio es una forma de precisión básicamente imprecisa. El ingenio quiere hacer rimar la realidad cotidiana con la poesía. Cuando Quevedo dice "Era un hombre a una nariz atada" insulta con el doble de eficacia, porque hasta el insultado debe reconocer la perfección del verso. Cuando Swift dice "Las caras más risueñas están en los cortejos fúnebres", el gusto de la paradoja sobrepasa por el arte. Swift tenía la ventaja, a diferencia de Wilde, de despreciar el arte, de usarlo sólo en beneficio de la verdad política, o de sus verdades (básicamente cambiantes). Escribía por venganza, por odio, o por desahogo, porque era la única arma con la que contaba. Swift llevó hasta sus máximas consecuencias la ironía, hasta ser él mismo para la posteridad víctima de una ironía: Escribiendo un libro político de ácida crítica social (las aventuras de Gulliver) dejó una inofensiva fábula para los niños.

El ingenio es una forma de arte ligada con el poder. Es el género de las montoneras, de la agria soledad del que sabe que va a perder. Swift sufrió gracias a ellas el exilio a una Irlanda que odiaba (y de la que terminó por ser héroe nacional) y la soledad de ser amado locamente por dos mujeres que no pudieron vivir con él. Wilde entra al género salvaje de los ingeniosos con un traje bien cortado, ademanes finos y sin ideas políticas. Wilde tuvo además la pretensión de reclamar con los privilegios del ingenio los del genio. Y quiso en virtud del genio ser adorado.

Pero ingenio es enemigo del genio. La facilidad con que un hombre puede crear frases demoledoras, epigramas y juicios termina por ser la demostración de una debilidad. Todo ingenio necesita de un modo inmediato, instantáneo, sediento, de un auditorio. El insulto o la alabanza necesita de un insultado y de un alabado y de un tercero que pueda juzgar la justicia del juicio poético. Si no hay nadie, y el artista al crear su obra necesita por mucho tiempo que no haya nadie, si no hay nadie no hay ingenio. Es como un diario sin noticias.

El ingenio necesita de los otros con urgencia, mientras que el genio termina por crear esos otros. El ingenio necesita del salón y a al mismo tiempo necesita de una soberbia energía verbal, energía que está siempre al borde del agotamiento.

Sin obra que te proteja, sin silencio que te cubra, el ingenio desnuda antes las damas y el jurado, todo el proceso creativo. Y si no hay malintencionados cerca, el acto de escapismo verbal es aplaudido con toda justicia. Pero apenas el mago se demora mucho en quitarse una cadena, apenas pone una ridícula cara de ahogo, el público de la galería sin piedad pifia, no importa lo arriesgada que sea la prueba.

Flaubert y Baudelaire tenían ambos obras que si recortan en pedazos son altamente inmorales, pero si se leen enteras, están más allá del juicio de cualquier tribunal. Wilde publicó sus frases, frases que leídas con un tono distinto del suyo ( por cierto Wilde no dejó de señalar durante su juicio que la pésima dicción del fiscal hacia añicos sus pensamientos), podía decir lo contrario de lo que decían. Frente al tribunal señalar que el arte es otra verdad que la verdad de la ley, que el arte puede incluso ser dos o tres verdades al mismo tiempo, era una ofensa directa a la ley en toda su integridad, en toda su ridiculez, en toda su fuerza. Wilde pensó que una vez más señalar con gracia los defectos de sus contrarios lo salvaría. Su único pecado fue la ingenuidad, ingenuidad que Baudelaire y Flaubert no tuvieron jamás. Wilde se defendió con ingenio, pero el ingenio es lo que más irrita a los jueces, lo que los despierta del letargo, lo que termina por encolerizar también a la masa del público, lo que termina por asquear hasta a los otros artistas.

El ingenio es una forma de inmiscuirse en el mundo de gente que no es de este mundo. En inglaterra el ingenio ha sido el arma principal de los irlandeses (Swift, Wilde, George Bernard Shaw), porque nunca serán ingleses y nunca serán otra cosa que ingleses. En el momento en que intentan integrarse a través del ingenio a la sociedad son rechazados instintivamente por ella.

Wilde el ingenioso, Wilde el censor, Wilde el Dandy fue destruido en esa corte. Sólo quedaba el escritor, el escritor en la cárcel. El hombre que descubre en un último empuje de ingenio su frase, la frase que resume todas las otras, que resume toda una vida: "Todo hombre mata lo que ama".