Sábado, 29 de Julio de 2000
Revista de libros

Wilde, un manojo de verdades
por Mario Valdovinos

Oscar Wilde pertenece a ese tipo de autores cuya obra, sin proponérselo pero conscientemente, ha sido devorada por la vorágine de su biografía. Nadie lo formuló mejor que él mismo en la síntesis final, esa confesión del ocaso hecha a su amigo André Gide y citada hasta el hartazgo: "Puse mi genio en mi vida y sólo mi talento en mi obra". No es extraño, entonces, que la valoración actual de su trabajo pase, necesariamente y no sin cierto sesgo de comodidad, por el morbo que significa hurgar en los enfrentamientos que buscó con su entorno artístico y social, antes que en el examen de su obra, compleja y aún plagada de resplandores. Wilde exhibió su condición de hombre y de artista, al modo de Baudelaire, como el espacio donde desplegar una batalla que sabía perdida, pero cuyas consecuencias devastadoras no previó. A fin de cuentas, como se sabe, el mutuo menosprecio establecido entre él y su sociedad, en medio de su prematura decadencia intensificada por la meningitis, obedeció a una mezcla de arrogancia, inmolación y autocastigo, que él se empeñó en transformar en una propuesta existencial para ofrecerla después como una de las bellas artes. El soporte de todo ese tinglado lo constituía, qué duda cabe, la extracción de la belleza.

Wilde se convirtió más en una Persona dramática que en un personaje fugado de sus comedias de tono mundano y de escritura deslumbrante con las cuales abofeteaba, de guante blanco, el rostro de las audiencias que terminaban por aplaudirlo y por alabar sus desplantes y su ingenio. Al mismo tiempo estimulaba en amplios sectores del público una rabia contenida, puesto que la libertad es aceptable como palabra o estatua, pero resulta inquietante a nivel práctico, en especial en una sociedad represiva como la Inglaterra imperial, que no titubeaba en aplastar a países débiles a través de su política expansionista y, al mismo tiempo, era incapaz de colonizar las partes íntimas de sus súbditos.

En el espectáculo vivo del teatro, su genio encandiló a las multitudes

Ante tamaña absorción de la obra por la biografía, ¿qué queda de la primera? O, ¿cómo ha sobrevivido la creación literaria? Está claro que fue uno de los escritores paradigmáticos en el arte de transformar la vida real en ficción, aunque aquí las palabras real y ficción apuntan a una síntesis que se da sobre el escenario, es decir, se constituye en artificio, en representación, en teatralidad. Tal vez él no pretendía nada más, ni nada menos, al cuestionar los mitos fundacionales de la época victoriana y travestirlos con el ropaje exquisito de sus textos literarios. La propuesta, demasiado parecida, para su tiempo, a la desfachatez, debía resultar necesariamente vitriólica. De allí la ostentación de su imagen de snob, de dandy y de decadente, sin que la postura significara un rechazo de la inserción del artista en lo social, aquello que tras la Segunda Guerra Mundial se daría en llamar el "compromiso". Así puede apreciarse en sus textos de teoría estética y política incluidos en Intenciones y El alma del hombre bajo el socialismo.

Si bien su iniciación como escritor se produjo en la poesía, cuyo lenguaje no dejó de lado en ninguno de los géneros que cultivó, literalmente todos, fue en el espectáculo vivo del teatro donde sus palabras y su genio provocativos encandilaron a las multitudes que lo agasajaban. Claro que un tiempo después, cuando el ángel que había conocido el éxtasis entraba en la agonía, esa misma multitud formó parte de la turba que saqueó su casa y escupió su figura.

Salomé, su obra más vapuleada por el establishment artístico y social, escrita en 1892, originalmente en francés y traducida al inglés por Lord Alfred Douglas, fue compuesta para que la representara Sara Bernhardt, aunque sólo llegó a estrenarse en 1896, con su autor en prisión. La diva vio diferido este deseo del creador merced a los obstáculos que intentaron detener la puesta en escena: creciente animosidad contra Wilde debido a su extravagancia, agudeza y sentido crítico, que desembocaron en la censura de la pieza por motivos religiosos. A nivel de las significaciones, Salomé constituye un manifiesto de su estética, tanto como su única novela, El retrato de Dorian Gray, y las cuatro comedias que alcanzó a estrenar con un magnífico éxito de público y de crítica antes del descalabro moral que lo sepultó: El abanico de Lady Windermere (1892); Una mujer sin importancia (1893); La importancia de llamarse Ernesto (1895), y Un marido ideal (1895). Su ciclo como escritor comprende también narraciones destinadas a la infancia - El príncipe feliz, El gigante egoísta, para culminar en los textos crepusculares La balada de la cárcel de Reading y De profundis sin soslayar los epigramas, un género que cultivó sin tregua y de modo relampagueante. Se trata de piezas de orfebrería, pequeñas obras maestras con algo de aforismos, de sentencias y de latigazos.

En el drama, Wilde desplegó con mayor eficacia social sus diatribas contra el puritanismo y la moral ambigua, al privilegiar en la conducta y en la ética de sus personajes la elección de los sentimientos y las pasiones por encima de la simulación y la hipocresía, de allí la importancia de ser sincero, formal y auténtico. Así, en Una mujer sin importancia se permite el abordaje de un tema trivial: la señorita Arbuthnot queda embarazada y a la deriva tras mantener relaciones íntimas con un mozalbete, pero se transforma en una madre ejemplar. Años después, el joven tarambana, convertido en lord Illigworth, deberá enfrentarse a ella y a Gerald, el hijo no deseado.

En Salomé, un tema histórico predilecto de la "belle époque", por sus connotaciones demoníacas y perversas en pugna contra la pureza y la fe, la protagonista, encarnación del deseo, es hijastra de Herodes Antipas, tetrarca de Judea. Este mantiene encerrado en un pozo a Jokanaan, el profeta, quien desde lo profundo de su encierro brama con voz oracular sobre la corrupción y la decadencia del poder. La joven es víctima, como todos los personajes, del fatum, el destino irreparable y avasallador, y cae bajo el hechizo de la pasión por el santo, aunque el asceta la rechaza con horror. Su alejamiento le significa morir decapitado debido a la cólera demencial que posee a Salomé, tanto como a Herodes, su padrastro, obsesionado por la posesión de la muchacha. Salomé, luego de entregarse a una danza blasfema y perturbadora, pide le traigan, como un trofeo, la cabeza cercenada del profeta. Besa los labios yertos de Jokanaan y sucumbre también a la fatalidad. Amor, muerte, deseo, obsesión, locura y hecatombe animan a estos personajes catapultados a la escena, vista como catarsis de una sociedad que esconde y niega la potencia de las pasiones. Antes prefiere juzgar, condenar y castigar.

"El retrato de Dorian Gray" lo llevó a la ruina

En la composición de sus comedias, Wilde no esquivó el folletín, la truculencia, los equívocos y enredos, la ambigüedad semántica, la embriaguez y la trampa de las palabras; tampoco la restauración del orden a través de los arreglos matrimoniales; en definitiva, lo melodramático. Es más, de acuerdo al espíritu decadente, que se desenvuelve en atmósferas a veces góticas y con frecuencia crepusculares, adornó su teatro con una ironía que busca romper la presión del sistema de valores imperante sobre sus seres ficticios. Si bien ellos están lejos de la marginalidad y del nihilismo que vendrían décadas después, no dejan de experimentar dislocaciones y se resisten al embate del progreso, que pretende inaugurar una modernidad basada en la fiebre tecnológica (locomotoras, electricidad, telégrafos sin hilos, teléfonos, maquinarias para la industria y la agricultura), sin considerar la medida de la belleza en la existencia. De esta manera, sus personajes masculinos y femeninos se sitúan en ambientes sofisticados e irradian una cierta inocencia no exenta en su actuar de pequeños asesinatos, de cinismos en sordina - tan subterráneos como punzantes- , convertidos en precursores de una modernidad más humanista.

Pero es El retrato de Dorian Gray, su narración más extensa y elaborada, el texto que desencadena, por acumulación de indicios funestos, la ruina y el derrumbe de una vida entendida como obra de arte, con tono de comedia y desenlace de tragedia. La novela de Wilde se transformó, ¡oh paradoja!, en un boomerang que contribuyó al infortunio de su autor. El propio poeta irlandés lo señala en su texto terminal In carcere et vinculis, más conocido como De profundis, dirigido a Lord Alfred Douglas: "Especialmente un artista como yo, en quien la categoría de la obra depende de la intensificación de la personalidad". (Reading. Prisión de Su Majestad 1897.)

Publicada en 1890, por entregas, en un periódico de Estados Unidos y como volumen, en Inglaterra, al año siguiente, es la materialización en el género novelesco del anhelo fáustico de vencer al tiempo y conservar la juventud. Sólo que, en ese tránsito, el protagonista, Dorian Gray, acicateado por el influjo de Henry Wotton, cínico y disoluto, se convierte en un ser de vida desenfrenada, a quien le calza la sentencia con que Don Juan, el burlador, responde a quienes lo amenazan con el juicio de Dios por sus vilezas: "¡Qué largo me lo fiáis!". Mientras Dorian camina a través de los años sin ser tocado por la mano de Cronos, su retrato, pintado por Basil Hallward, a quien terminará asesinando, presenta las huellas de sus abyecciones. El pintor es, por otro lado, la encarnación del artista moderno al estilo Wilde.

La cólera y el vacío lo llevan a hundir un puñal en la efigie que lo contempla desde el cuadro. Allí lo encuentran los criados: "En el suelo yacía muerto un hombre, vestido con smoking y con un cuchillo clavado en el corazón. Estaba arrugado, viejo, y su cara era horrible. Hasta que examinaron sus sortijas no pudieron reconocer quién era".

Con esta novela, Wilde firma su sentencia de muerte, para su tiempo, y su sentencia de vida para el futuro. La imagen del cuadro se volvió contra él y lo victimizó. Aun así, pensamos que la obra narrativa y teatral del irlandés ha logrado romper el corset victoriano que intentó confundirla con la biografía, viéndola como el producto de una existencia disoluta e insumisa, que precisaba una sanción. Si bien las formas literarias empleadas resultan convencionales, la sensibilidad que las envuelve todavía taladra los prejuicios del presente.

Los restos de Oscar Wilde fueron enterrados un lunes lluvioso. Allí permanecen, siempre inquietos, con su manojo de verdades.