Domingo, 30 de Enero de 2000

Poetas líricos ingleses
Por José Miguel Izquierdo

Con un estudio preliminar de Silvina Ocampo, esta antología aborda seis siglos de esa tradición artística.

Entre el tango, la milonga, Buenos Aires y todos los motivos que pueden haber inspirado la amistad de Borges y Bioy Casares, la literatura inglesa ocupa un lugar privilegiado. Ambos compartieron la aventura de la capital trasandina, Jorge Luis con su ceguera y Adolfo pregonando amores a su mujer, Silvina Ocampo.

Ella compartió con los dos escritores el oficio y el vicio. Leyó incansablemente, escribió y publicó en diversos medios sus poemas y cuentos.

Una parte de ese trabajo fue el estudio de la tradición poética inglesa que precede la antología "Poetas líricos en lengua inglesa" (Océano).

Sin entrar en profundidades técnicas, el análisis ofrece un panorama centrado en las condiciones biográficas que influyeron en la escritura de cada autor seleccionado.

Desde las baladas anónimas del siglo XIV, la antología abarca 600 años de tradición literaria, terminando con los sonetos de Oscar Wilde.

Para hacerse una idea de lo que significa ese maremoto de tradición cultural, habría que compararlo con la tradición poética chilena, la cual - según la tesis de Menéndez Pelayo- solo nació con el advenimiento del siglo XX.

También surge el asombro al percibir la forma en que los ingleses conservan la memoria de sus escritores. Y Ocampo entrega una explicación, señalando que, quizás, el mayor privilegio de Inglaterra es que sus críticos y sus historiadores son tan excepcionales como sus poetas.

Esa tradición llegó muy temprano hasta Jorge Luis Borges, un verdadero anglófono. Leyó a Whitman e interpretó su obra, no como la precursora del verso libre, sino como la manifestación del poeta que vivió y creó siguiendo la "privación" y la "arbitrariedad".

Si bien Whitman dramatizó su felicidad, Lord Byron en Inglaterra hizo lo mismo con sus desdichas, al igual que Baudelaire.

En 1816, Byron publicó su poema dramático "Manfredo", obra rescatada en esta edición no sin antes advertir que el escritor no fue un artista: "Le faltaron los escrúpulos de la meditación, la delicadeza del sentimiento y de la medida". Para leer a Byron, entonces, es necesario estar dispuesto a buscar y seleccionar sus aciertos, obviando sus licencias.

Momento especial en la antología son las traducciones realizadas por J.R. Wilcock y Ricardo Baeza a las obras de William Wordsworth (1770-1850). Figura primordial para la tradición romántica es este poeta que dedicó su obra "a todo lo que es simple", liderando el proceso de emancipación del verso. Su huella quedó impresa en la obra de S.T. Coleridge y P.B. Shelley.

Coleridge (1772-1834) reveló en alguna oportunidad que durante un sueño recibió su poema "Kubla Khan". En esa obra, de la cual se conocen solo cincuenta versos, Borges creyó ver el surgimiento de un arquetipo nuevo, expresado primero en la construcción de un palacio y luego en el poema. Cuestionado al revelar su fuente de inspiración, más tarde Coleridge escribiría: "Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano... ¿entonces, qué?".

"Juro que jamás perdonaré la intolerancia", decía Shelley (1792-1822), quien pasaría al recuerdo inglés por su carácter libertario. Heredero temprano del Romanticismo, él y John Keats (1795-1821) se convirtieron en sus más jóvenes representantes, compartiendo el destino de la pronta muerte. Shelley falleció ahogado a los 30 años, y solo bastaron 26 años para que el cuerpo de Keats cediera ante la tuberculosis.

Corta vida tuvo Keats, pero fue suficiente para alcanzar el reconocimiento de sus sucesores. Oscar Wilde lo calificó como "la encarnación del espíritu artístico". Y Borges lo recordó con un poema: "...desde el principio hasta la joven muerte/ La terrible belleza te acechaba".

Completan esta antología una serie de autores - ninguno de ellos menores- entre los cuales se cuenta a John Donne (1573-1671), quien intentó describir el "círculo de las transmigraciones de un alma" siguiendo el dogma pitagórico. El mismo Oscar Wilde, quien escribió pocos sonetos durante su vida y cuya "insignificancia técnica puede ser un argumento a favor de su grandeza intrínseca", dice Borges. Y, obviamente, no están ausentes los sonetos que harían decir al escritor trasandino "Shakespeare ha sido mi destino".