El consenso fingido, para evitar conflictos y guardar apariencias, tiene efectos perniciosos. A su sombra se adoptan decisiones malas, de las cuales nadie se hace cargo después. "Nunca estuve de acuerdo, pero no valía la pena decirlo".
Las dudas o críticas se manifiestan fuera de la reunión, sin hacerlas ver en su momento.
La vida social implica acuerdos y desacuerdos, y sólo se pueden lograr los acuerdos cuando se han discutido y ventilado las diferencias. Los chilenos rehuimos el conflicto. Nos incomoda. Enseñamos a nuestros hijos a no pelear, a estar siempre de acuerdo con sus hermanos, amigos y compañeros, sin incluir como parte de la paz, el conflicto natural de las relaciones humanas.
Valoramos tanto el consenso, que se nos olvida que éste viene después del desacuerdo.
Desconocemos que la diferencia entre posturas tiene su valor en el potencial creador que implica construir una tercera alternativa, que satisfaga los intereses de las partes en desacuerdo. Es así como evitamos manifestar opiniones que pudieran molestar a otros; hay quienes luego de decir algo, ríen para quitarle peso; para hacer ver que no es en serio, que era una broma.
La paradoja es que, de tanto evitar el desacuerdo, terminamos peleando. De tanto reprimir nuestras opiniones, nos sentimos pasados a llevar. Entonces gritamos destempladamente. Rojos de ira, en un arrebato de furor, imprecamos al mismo que no osábamos contradecir, o a quien esté a nuestro alcance.
No es posible que siempre pensemos lo mismo.Uno de los grandes atractivos de vivir con otros es que nos pueden sorprender con una observación inesperada. Cuesta imaginarse algo más aburrido que estar rodeados por personas que todo lo ven como nosotros. Ahuyentemos el tedio. Aprendamos a discutir.
Disfrutemos las controversias. De ellas surge lo nuevo.