SANTIAGO.- A mi hermano mayor le debo muchas cosas. Varias no pienso pagárselas. Una de ellas fue en septiembre del '75, mejor dicho, una madrugada de septiembre del '75.
Tenía ocho años y esa noche él llegó tarde, tarde para mí y para mis papás que lo traían de un asado familiar para grandes. Los retos se metieron en mis sueños: había intentado estacionar el auto y lo había chocado contra el peugeot del dueño de casa.
Entreabrí la puerta de mi pieza y lo vi sentado en el living aguantando el sermón. No volví a quedarme dormido, tal vez porque nunca había visto a mi hermano con la mirada perdida, tal vez porque de puro nervio había encendido la antú y calladito vi aparecer a Jaime Fillol jugando en un raro estadio de Suecia.
Quedé sorprendido, porque vi a un tipo que al día siguiente me hizo pedirle a mi papá una raqueta de tenis, el mismo tipo que me hizo olvidarme de las láminas de los álbumes, de ponerme tímido con mi vecina o de querer ser capitán y presidente de curso.
Era un rubio, chascón, que después de apabullar a Fillol, los suecos se habían abalanzado a él para tomarlo en andas.
Mi obsesión por el tenis llegó a tal punto que quería ser profesional. Quería ser rubio, incluso.
Con el tiempo, lo vi ganar cuantas veces quiso a cuantos tipos quiso.
Hoy me enteré de que Borg -el rubio chascón a quien seguí sus noticias incluso ahora que jugaba en los seniors- cuelga la raqueta. Debe tener como cien años.
Nunca supe qué le dijeron a mi hermano. De hecho, creo que nunca supo que su literal metida de pata me hizo plantearme seriamente en ese momento mi futuro como pastelero.
Nunca fui tenista. Nunca fui pastelero. Mi hermano aprendió a manejar y a chocar. Mientras tanto, Borg seguía jugando.