CIUDAD DEL VATICANO.- Los cónclaves tienen un pasado colorido y accidentado que oculta el tenor de santidad y solemnidad asociado a las elecciones papales modernas.
La primera vez que los cardenales fueron encerrados hasta elegir un Papa fue en 1241. La Santa Sede estaba en un estado de guerra virtual con el emperador alemán, Federico II, que mantuvo prisioneros a dos de los doce príncipes de la Iglesia.
Ansioso por un nuevo Pontífice, el gobernante de Roma hizo confinar a los restantes diez cardenales en un palacio desvencijado y desabastecido. La táctica dio resultado. Después de un período relativamente breve de 60 días, eligieron a Celestino IV.
Pero Celestino sólo vivió 17 días y se produjo un interregno prolongado de 18 meses.
Otra larga espera se produjo tras la muerte del papa Clemente IV. Para el otoño de 1271, el trono de San Pedro había estado vacante tres años. Una vez más los cardenales fueron encerrados, en esa ocasión a una dieta de pan y agua. El techo del palacio papal fue arrancado para exponer a los cardenales a los elementos de la naturaleza.
En tres meses, los electores escogieron al papa Gregorio X, quien decidió institucionalizar la práctica del cónclave, palabra que significa "con una llave".
Normativa estricta
Las reglas de Gregorio eran severas: las raciones de los cardenales eran reducidas lentamente a lo largo del cónclave. Las elecciones siguientes fueron rápidas.
Los cónclaves no sólo eran duros, sino que solían ser centro de intrigas políticas y corrupción.
En sus memorias, Pío II, uno de los papas del Renacimiento, recordó con disgusto una confabulación en el cónclave de 1458 en el que había sido elegido. En su mayoría transcurrió en el retrete, dijo, y comentó irónicamente que era "un lugar adecuado para tal elección".
La reunión de 1484 no fue mucho mejor. El hombre que llegó a Papa con el nombre de Inocencio VIII sobornó a los electores firmando sus promociones en su celda la noche anterior de la votación decisiva.
Los incentivos fueron aun más descarados en la elección en 1492 del papa de la familia Borgia, Alejandro VI. El español mundano e implacable que tenía al menos ocho hijos ilegítimos de tres mujeres en el momento de asumir, repartió docenas de prebendas —abadías, fortalezas, pueblos, obispados— para asegurarse votos.
La interferencia secular solía ser tan flagrante como la corrupción. Durante siglos los monarcas católicos de Europa se atribuyeron el derecho a vetar candidatos y se convirtió en rutina que sus embajadores asistieran a los cónclaves.
El último veto fue ejercido en 1903 por el emperador Francisco José de Austria y Hungría. El nuevo papa, Pío X, abolió luego el derecho real de "exclusión".