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El silencio de los cardenales

La pena de excomunión está contemplada para quien quiebre el voto y Monseñor Jorge Medina ya dio la primera señal de que cumplirá a firme el juramento.

10 de Abril de 2005 | 12:33 | Juan Antonio Muñoz, enviado especial a Roma
ROMA.- Roma vive hoy entre la turba y la clausura. El rumor del dolor popular se mezcla con los recuerdos del recurrido adagio de Albinoni y de esos impresos mucho más adentro en el "Stabat Mater" de Boccherini. Rosarios y salmos se escuchan día y noche en la Via della Conciliazione; no hay mucho espacio para el pensamiento, sí para la emoción colectiva que parece agotadoramente reencarnada.

Frente a esto, la clausura. Coexiste el poder junto al dolor y el poder ahora calla brutalmente. Siempre lo hace, la verdad. Pero en esta ocasión el silencio es un juramento y quien lo viole puede sufrir las penas del infierno. Hay jerarquía para eso.

Es muy claro en esto Monseñor Jorge Medina, quien se excusa a través de su asistenta. "Su Eminencia pide disculpas, pero avisa a la prensa chilena y extranjera que no hablará sino hasta que termine el cónclave". Vale decir, hasta que haya un nuevo Papa.

El énfasis en este punto es antiguo y de ahí las miles de especulaciones y del interés cinematográfico de tantos por violar los muros Vaticanos. Los cardenales electores no pueden reunirse fuera de lo especialmente formateado, no puede haber reuniones de grupos y no deben contactarse con el exterior.

Juan Pablo II "El Grande" subrayó el tema del secreto en su constitución "Sobre la Vacante de la Sede Apostólica y la Elección del Romano Pontífice". Lo dice así, expresamente: "Confirmó, además, con mi autoridad apostólica el deber del más riguroso secreto sobre todo lo que concierne directa o indirectamente las operaciones mismas de la elección".

Nótese que dice "directa o indirectamente", lo cual significa "todo".

El juramento de los cardenales es a firme: "Nosotros, Cardenales de la Santa Iglesia Romana (…) nos obligamos y juramos, todos y cada uno, observar exacta y fielmente todas las normas (…) y mantener escrupulosamente el secreto sobre cualquier cosa que de algún modo tenga que ver con la elección del Romano Pontífice, o que por su naturaleza, durante la vacante de la Sede Apostólica, requiere el mismo secreto".

Seguidamente, cada cardenal dice: "Y yo Cardenal (su nombre) prometo, me obligo y juro". Y poniendo la mano sobre los Evangelios, añadirá: "Así me ayude Dios y estos Santos Evangelios que toco con mi mano".

Noli me tangere ("No me toquéis")

Durante el período de la elección las cosas son muy serias. Se ha dispuesto que todo el territorio de la Ciudad del Vaticano y también la actividad ordinaria de las oficinas que tienen su sede dentro de su ámbito deben regularse, de modo que se asegure la completa reserva y el libre desarrollo de todas las actividades. De modo particular deberá cuidarse que nadie se acerque a los cardenales electores durante el traslado desde la recientemente construida Domus Santa Marta (la nueva casa donde se hospedan los electores) hasta el Palacio Apostólico.

Así, desde el comienzo del proceso de elección hasta que ésta sea anunciada públicamente, deben abstenerse de mantener correspondencia epistolar, telefónica o por otros medios de comunicación con personas ajenas al ámbito de desarrollo de la misma elección, si no es por comprobada y urgente necesidad.

Enfermero y penas espirituales

Hay una excepción a todo esto y se debe a la edad los prelados, la mayor parte de ellos cercanos a los 80 años. Si razones de salud, previamente acreditadas por la "competente Congregación Cardenalicia exigen que algún Cardenal elector tenga consigo, incluso en el período de la elección, un enfermero, se debe proveer que a éste le sea asignada una adecuada habitación".

Además se contempla que haya disponibles algunos religiosos de varias lenguas para que oficien de confesores a requerimiento de algún Cardenal, y también dos médicos para eventuales emergencias. Todos ellos, como también las personas de aseo, aprobadas por el Cardenal Camarlengo, no pueden establecer coloquio con los electores.

Y las cosas van todavía más allá. Porque una vez que termine el cónclave, tampoco es posible que los electores cuenten qué sucedió adentro, cómo se repartieron las fuerzas o quiénes votaron por quiénes. Tampoco cuáles fueron los otros nombres que se pusieron sobre la mesa. El juramento es otra vez muy claro:

"Yo Cardenal (su nombre) prometo y juro observar el secreto absoluto con quien no forme parte del Colegio de los Cardenales electores, y esto perpetuamente".

A la vez, cada uno de estos silenciosos príncipes de la Iglesia declara "emitir este juramento consciente de que una infracción del mismo comportaría para mí penas espirituales y canónicas que el futuro Sumo Pontífice determine adoptar".

El Juicio Final

La observancia de todo esto es severa, al punto que quienes están a la cabeza de comprobar que nada traspase los muros son el propio Cardenal Camarlengo, Eduardo Martínez de Somalo, y los tres cardenales asistentes pro tempore, quienes están obligados a vigilar atentamente para que no se viole en modo alguno el carácter reservado de lo que sucede en la Capilla Sixtina. Deberán procurar incluso que ningún medio de grabación o de transmisión audiovisual sea introducido por alguien en los locales indicados. La Constitución advierte: "Si se cometiese y descubriese una infracción a esta norma, sepan los autores que estarán sujetos a graves penas según juzgue el futuro Pontífice".

Las mismas personas que son encargadas de labores de servicio relativas a los electores tienen sobre sí un gran peso ya que si "directa o indirectamente pudieran violar el secreto -ya se trate de palabras, escritos, señales o cualquier otro medio- deben evitarlo absolutamente, porque de otro modo incurrirían en la pena de excomunión latae sententiae reservada a la Sede Apostólica". No por nada todo esto ocurre bajo "El Juicio Final" pintado por Michelangelo.

Finalmente, para que los Cardenales electores puedan salvaguardarse de la indiscreción ajena y de eventuales asechanzas que pudieran afectar su independencia de juicio y a su libertad de decisión, Juan Pablo II prohibe absolutamente que, bajo ningún pretexto, "se introduzcan en los lugares donde se desarrollan las operaciones de la elección o, si ya los hubiera, que sean usados instrumentos técnicos de cualquier tipo que sirvan para grabar, reproducir o transmitir voces, imágenes o escritos".

Cabe señalar que esta Constitución, que data del 22 de febrero de 1996, abolió los modos de elección llamados "per acclamationem" y "per compromissum", de manera que la elección del Romano Pontífice sera sólo "per scrutinium". Se requieren los dos tercios de los votos, calculados sobre la totalidad de los electores presentes.
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