MADRID.- Nunca una película se rindió de manera tan explícita a la tiranía de la belleza como "Muerte en Venecia", con la que Visconti adaptó silenciosamente el poderoso libro de Thomas Mann y pintó sus reflexiones sobre la caducidad de los impulsos y la futilidad del intelecto.
"Los surcos de las mejillas y la boca, las arrugas de los ojos, desaparecían bajo la crema. Su corazón palpitaba estremecido, viendo aparecer ante sus ojos aquella renovada juventud. '¿Ve usted qué fácil ha resultado? -dijo (el peluquero). Ahora puede el señor enamorarse sin reparo", escribía Mann en su libro, no del todo homónimo: "La muerte en Venecia".
Luchino Visconti vio en esta obra del autor alemán los componentes perfectos para la segunda pieza de su trilogía germana -tras "La caída de los dioses" y previa a "Ludwig"-, puesto que en esa reflexión cruel sobre el triunfo de lo físico sobre lo intelectual se escondían dos de sus temas favoritos: la decadencia, el amor prohibido y el placer de la observación.
El realizador italiano, que vivía en conflicto su homosexualidad, lanzaba su metáfora sobre esos impulsos naturales estigmatizados por la sociedad. Y, a la vez, a sus 65 años -moriría cuatro años después-, explicaba la verdadera tragedia que se esconde tras el paso del tiempo: la de convertir en patética la ambición de ser amado.
"Aquel que ha contemplado la belleza esta condenado a seducirla o morir", rezaba el protagonista. Y ese hombre moribundo, dedicando su último estertor a observar el magnetismo inmaculado de un adolescente, cristalizaba las obsesión viscontiana de ser apartado para la vida si no era a través de lo artístico.
De esta manera, el autor de "Rocco y sus hermanos" y "El gatopardo" pronto hizo el texto suyo: convirtió a Aschenbach -en alemán, río de cenizas- no en un escritor sino en un compositor sosias de Gustav Mahler, de quien tomó prestada la música para adornar este cine más pictórico o sinfónico que literario.
A la exquisita puesta en escena, ayudada por el marco de lujo del Hotel des Bains del Lido y la aristocrática presencia de Marisa Berenson, colaboró una fotografía que recreaba un lienzo impresionista deudor de las pinturas venecianas de Claude Monet.
Y en esa Venecia arrasada por el calor y por la peste, Visconti polarizaba esos dos mundos que se atraen y se autodestruyen, pero que nunca dialogan. A un lado Dirk Bogarde -en un papel que pretendió Burt Lancaster- y al otro ese Tadzio que fue ofrecido a Miguel Bosé pero acabó en las manos del adolescente sueco Björn Andresen.
"Todo ángel es terrible", decían en la película, que pendulaba de lo repulsivo a lo hermoso, de los pestilente a lo exquisito, de lo mortal a lo floreciente. La mansa putrefacción que devora la ciudad desemboca en el trágico final: el sol, astro rey de la naturaleza, deja en evidencia al hombre que osó engañar a la vejez y le quita la vida mientras le derrite el maquillaje.
Sin embargo, detrás de las cámaras, tenían lugar experiencias mucho menos estetas entre el director y Andresen. "Tenía dieciséis años y Visconti me llevó a un bar gay. Los camareros del local me hicieron sentir muy incómodo. Me miraban descaradamente como si fuera un plato de carne", explicaba el joven actor.
El intérprete de Tadzio -que prohibió que se proyectara en su presencia la película- se vio totalmente sobrepasado por unas circunstancias que se sumaron al suicidio de su madre cuando era pequeño y a los afanes de su abuela, quien le crió, por vivir de la fama del joven.
Y a Andresen, quizá, se le podría haber dicho lo mismo que a su personaje. "Ve con Dios, Tadzio. Todo ha sido demasiado breve...".