Llegamos felices. Después de una semana agotadora y extenuante. Diferentes preocupaciones, nuevas vivencias, muchas cosas, por lo cual se nos aconsejó ir a la playa. Teníamos la posibilidad, así que partimos. Se nos uniría el resto de la familia después, así que todo sonaba como un fin de semana de película.
El viaje no tomó mucho tiempo. Se pasó volando. Estábamos en un par de conversaciones, sobre una hermosa cuesta. Ahí, dentro del auto, viendo el mar que nos esperaba acogedor e intenso. Lleno de vida, como los integrantes del mismo.
Entonces, ya a minutos de llegar a la casa, comentamos lo que haríamos. Cada uno tenía su visión de lo que serían estos días junto al mar. Y así fue que abrí la puerta.
Encontré todo bastante desordenado. Nada en su lugar. Y pensé: Qué cochinos los últimos que vinieron. Nada más.
Pero caminé un poco más y con el resto nos empezamos a dar cuenta que el desorden era mucho mayor. Era más que un simple desorden. Eso habría sido ideal. Aquí había entrado gente ajena a la propiedad. Y así, medios impactados, estábamos frente a un robo.
Te lo cuentan, lo ves en las noticias, te lo relata tu mejor amiga, y aun así no se entiende bien. Aquí ves que realmente pasa y que están ahí, en cualquier parte, esperando porque te des vuelta.
Se robaron la televisión donde vi ganar las medallas de tenis olímpicas.
Se robaron la otra televisión donde vi a Chile en los Juegos Olímpicos obtener bronce.
Se robaron el equipo de música donde escuché –hace varios años atrás- campeonar a la U.
Se robaron la radio a pilas donde escuché mi nombre una vez en una radio AM, dando la nómina de mi primer partido internacional vistiendo la Roja.
Se robaron el traje de agua con que mi hermano aprendió a bucear.
Se robaron la pelota de fútbol que le trajo el Viejo Pascuero a mi sobrino el año pasado.
Se robaron el DVD –que estaba malo-.
Se robaron el VHS donde grabaron mi primer partido en cancha, con la camiseta del primer equipo de mi club.
Se robaron varios CD de música con los cuales nos gustaba bailar en las navidades y los años nuevos.
Se robaron los palos de golf que a mi hermano le costaron años de ahorro y de peleas con su mujer obtener.
Se robaron las zapatillas regalonas con que el maratonista de la familia salía a correr todas las mañanas.
Se robaron la seguridad de los míos. La tranquilidad. Las ganas de mantener algo en ese lugar.
Nos dejaron los recuerdos de todas esas cosas, y de lo útiles que son cuando existen. No sabemos aún qué vamos a hacer. Si vale la pena reponer o bien dejar así, tal como está y volver a la antigua modalidad de casa en la playa. Esa modalidad que nunca estuvo mal.
Los ladrones tenían ojo por lo deportivo. Eso se puede olfatear. Pero hay formas y formas de llevar el deporte a cabo, y esta me parece la menos respetable.
Espero que ninguna televisión funcione más.
Espero que la sal haya hecho trizas los cables de las radios.
Espero que la pelota se pinche y que los palos estén chuecos.
Espero que el traje tenga hoyos para que les dé mucho frío al bucear.
Espero que Massú y González sigan ganando, ya que nos quedamos sin Alemania 2006, y yo tenga otro lugar donde verlos.
Y espero que si eso pasa, ellos no tengan donde verlo.
Y ahora sólo agradezco que se llevaron sólo bienes materiales, que en el fondo no tienen un significado tangible. Además –a la larga- se puede reparar. Lo malo es el problema que tienen ellos. A estas alturas será difícil reparar este nuevo deporte de la gente que solía ser buena. El deporte menos sano. El deporte de robar.
Amanda Kiran