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Tímido y reservado, hasta el punto de no dejarse fotografiar
y llorar en los momentos de mayor tensión, Christian Dior tenía
la sensibilidad de un gran artista.
Mimado por su madre, su carácter era claramente inestable y superticioso.
De ahí que sus colecciones surgieran tras varios ataques de pánico,
lágrimas, gritos y muchos amuletos. Es más, de su casa
no salía sin portar cuatro talismanes: dos corazones y una estrella
colgados y un pedazo de madera en el bolsillo.
Católico, de comunión casi diaria, Dior no tuvo la fuerza
para encontrar en él y sus creaciones la seguridad que necesitaba
para avanzar y desde adolescente rigió su vida por los adivinos.
Ya en 1919, una bruja le vaticinó: “Sufrirás la
pobreza, pero alegrarás la vida de las mujeres. Gracias a ellas,
encontrarás el éxito”. Su adivina favorita de París,
madame Delahaye, fue quien lo animó a fundar su casa de moda.
Débil y asustadizo, todos le reconocieron ser un hombre educado
y comedido que se inclinaba incluso ante el más nuevo de sus
aprendices.
Su aspecto físico era, también, origen de muchas de sus
inseguridades. Gordo, calvo y de tez rosada, el mismo se describía
con dureza: “Tengo una figura lamentable, la de un gentleman bien
alimentado. Me pregunto si debería transformarme para no defraudar
al público”.
La incomodidad que esto le generaba hacía que siempre anduviera
agazapado tras las cortinas, eludiendo los fogonazos de las cámaras
fotográficas de antaño. En un viaje a Londres, durante
los ´50, terminó oculto y sudoroso en los baños
de un restorán tratando de evitar a la turba de paparazzis que
lo seguían.
Odiaba estar solo y por ello, estaba permanentemente rodeado de un selecto
grupo de amigos, entre los que se encontraban Jean Cocteau, Christian
Bérard, los compositores Georges Auric y Francis Poulenc y su
directora de arte Raymonde Zehnacker.
Semanas antes de cada colección, Dior caía en una profunda
depresión y se encerraba en alguna de sus casas de campo ubicadas
en Fontainebleau y la Provenza a crear. Sus sirvientes debían
circular por las residencias en zapatillas de fieltro para no producir
ruidos.
En su vida cotidiana, recurría con frecuencia a su pitonisa madame
Delahaye y a su chofer Perotino para darse fuerza y poder entrar a la
tienda de Avenue Montaigne, generalmente, después de dar varias
vueltas a la manzana.
Nunca se atrevió a reconocer su homosexualidad y muchos de sus
intentos de acercamientos a jóvenes parisinos habían terminado
en el mayor de los fracasos. De hecho, mantuvo oculto sus sentimientos
por el joven aprendiz que contrató en 1953 y que después
lo sucedería tras la muerte: Yves Saint Laurent.
Sólo en 1956 su amor fue correspondido por un guapo norteafricano
llamado Jacques Benita. Como quería ser agradable para él,
insistió en hacerse una cura de adelgazamiento que lo llevó
a Montecantini, Italia, desoyendo las visiones negativas de su adivina.
El
23 de octubre de 1957, a diez días de haber iniciado el viaje
junto a una ahijada, su chofer y su directora de arte, Christian Dior
cayó desplomado de un paro. Tenía 52 años y durante
una década había regido los destinos de la moda.
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