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Columna de opinión: El patriotismo constitucional

La única forma de crear lealtad hacia las instituciones en una sociedad en que la idea de nación se ha vuelto débil, la constituye el diálogo democrático: ese es el sentido profundo de la Convención, la de crear lealtades allí donde hoy parecen no existir.

13 de Agosto de 2021 | 08:55 | Por Carlos Peña
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El Mercurio
Lo más notorio de la Convención Constitucional —motivo de orgullo para algunos y un escándalo para otros, ocasión para aplausos de un lado y de ceño fruncido desde el otro— ha sido la diversidad que ha mostrado, los signos identitarios que ha exhibido, los discursos que, para referirse a ella, se han pronunciado.

Cierto: por momentos parece más una lucha cultural y de memoria que una conversación ciudadana.

¿Qué desafíos plantea esa diversidad al debate constitucional?

El problema fundamental que plantea es el de dilucidar qué formas de apego patriótico, qué consenso en torno a valores compartidos es posible construir cuando todos quienes comparecen en la Convención parecen más bien divididos por género, etnia o clase, más animados por una orgullosa voluntad de autoafirmación que por una de diálogo. ¿Cuál será la fuente del apego a unas instituciones construidas en un momento así, en que las fuentes del mismo parecen ausentes? Una comunidad política requiere cierta lealtad de parte de quienes la integran, demanda cierto apego a bienes comunes más allá de la heterogeneidad cultural, sexual, étnica o de estilos de vida que haya entre quienes la componen. Ese apego funda la obediencia a las instituciones y constituye un motivo para postergar, cuando sea necesario, los intereses particulares en favor del bien común.

Cabe entonces preguntarse cómo se funda esa lealtad y al mismo tiempo se cultiva la más radical diversidad. Esa es una de las preguntas —podría incluso arriesgarse que es la única pregunta, la pregunta fundamental— que está en el centro del trabajo que la Convención está comenzando a desarrollar.

Es probable que algunos —pienso en especial en la gente de derecha más tradicional— crean que la nacionalidad, la convicción de que todos los habitantes poseemos un origen común que se hunde en el tiempo y en la historia, es fundamental para fundar esa lealtad a las instituciones que hacen posible la vida compartida. Y no les faltarían razones para pensar así. Las sociedades modernas tal como hoy las conocemos nacieron atadas al ideal del estado nacional e incluso los derechos humanos, el ideal más universalista de todos, se proclamó desde la particularidad de una nación —la francesa— construida en torno a la abstracción de la ley.

Pero, para bien o para mal, vivimos hoy en un mundo dislocado, un mundo en el que la diversidad de formas de vida, algunas elegidas y otras heredadas, han florecido. La autocomprensión de la sociedad chilena como una nación en el sentido decimonónico de ese concepto —una comunidad de tierra y de sangre, con un pasado compartido— ha entrado definitivamente en crisis. Y lo que la sociedad chilena tiene por delante es la labor de modificar la comprensión que tiene de sí misma, algo que inevitablemente supone reflexión. Allí donde la tradición no crea una comunidad, no hay otra alternativa que echar mano a la razón y al diálogo.

Esa es la tarea que, aunque no la encaren explícitamente, los convencionistas, o convencionales, llevarán adelante cuando discutan acerca de la fisonomía institucional que habrá de adoptar la vida en común. Crear lealtades hacia las instituciones sin que ello dependa de la forma de vida de cada cual.

Y la única forma de crear lealtad hacia las instituciones en una sociedad en que las tradiciones y la idea de nación (esa comunidad imaginada) se han vuelto más débiles, la constituye el diálogo democrático. Solo cuando los ciudadanos logran darse a sí mismos sus propias instituciones se reconocen más tarde en ellas. Este es el sentido que debe animar a la Convención constitucional, la de ser un ejercicio de autogobierno en cuyo ejercicio los ciudadanos construyen una cierta identidad colectiva, y crean los lazos afectivos hacia el resultado de su trabajo. Pero alcanzar eso impone el gravamen de dar la palabra a todos sin ahogar ninguna.

Jürgen Habermas le dio a todo eso un nombre: patriotismo constitucional. Allí donde no nos reúne la memoria, ni la lengua, ni la forma de vida, la única forma de tejer lealtades es reconocernos en un puñado de instituciones que sean el fruto de nuestro propio quehacer.
Ese es el principio que los 155 convencionales —al margen de sus identidades, sus memorias distanciadas, su clase— no han de olvidar.
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