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Columna de Opinión: ¿Disciplinar el debate?

Es un signo alarmante el querer excluir temas del debate por la vía de moralizar lo que se dice o lo que no. Y moralizarlo todo, la verdad sea dicha, no es una conducta moral.

27 de Agosto de 2021 | 06:45 | Por Carlos Peña
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Una de las cosas más alarmantes de lo que ha ocurrido por estos días en la Convención es la propuesta de regular el debate. Para ello se sugieren deberes de distinta índole. Algunos de ellos son negativos (no incurrir en negacionismo, no proferir falsedades, no proferir expresiones discriminatorias) y otros positivos (si eres convencionista, debes actuar con sororidad y fraternidad).

Y así.

Si un distraído leyera esas reglas sin saber de dónde provienen, o a quién se le ocurrieron, es probable que las atribuyera a una orden monacal o una comunidad de flagelantes; pero no se imaginaría que se trata de reglas convenidas por políticos que se disponen a debatir un texto constitucional. Porque ese es el problema.

Veamos los casos que la regla sugerida contiene.

Comencemos por el castigo o la exclusión del negacionismo. Negar la ocurrencia de ciertos hechos, o la modalidad en que acaecieron, o la gravedad que supusieron, forma parte de la libre investigación histórica. Quien por ejemplo discute que un cierto número de hechos ocurrieron (porque los supone menos o porque piensa que no ocurrieron en absoluto) puede incurrir en un error intelectual; pero ello no constituye necesariamente un punto de vista moral que se pueda reprochar. Usted puede ser un firme defensor de la incondicionalidad de los derechos humanos; pero, al mismo tiempo, no estar de acuerdo con el relato aceptado acerca, por ejemplo, de su violación masiva. O viceversa. En otras palabras, una cosa es negar o relativizar la ocurrencia de ciertos hechos y otra cosa, distinta, es negar su disvalor moral. Y en la medida en que el castigo al negacionismo confunde ambos planos incurre en un error conceptual.

Pero, se dirá, hay entonces que castigar el negacionismo concebido como un discurso que niega el valor moral de los derechos violados. Pero esto puede ser peor. Cuando pensamos en quienes niegan el valor moral de los derechos humanos, solemos imaginar a un nazi o un colaborador de una dictadura. Pero ¿qué decir de quien piensa que cada cultura tiene su propio horizonte moral y que por lo mismo imponer la universalidad de los derechos es un caso de etnocentrismo?, ¿o de quien afirma que el derecho a la igualdad ante la ley —un derecho humano— es en realidad el simple disfraz de una cultura patriarcal? Sin duda ellos son negacionistas en un sentido moral (y ha de haberlos en la Convención). Los negacionistas del valor de los derechos están en ambos lados y siendo así parece obvio que es mejor discutir con ellos que hacerlos callar.

Algo tan absurdo como lo anterior es lo que ocurre con el castigo de la falsedad. Como explica Aristóteles (Retórica 1354ª I, 1357ª), el arte de la persuasión es propio de la política, mientras que el arte de la dialéctica lo es de la filosofía. La primera proviene de las opiniones (doxa) y la segunda, en cambio, de la verdad (un punto de vista que Platón también recoge en Fedro, 260ª). Dar opiniones incluso erradas, envolver las opiniones con hechos, o exagerar su ocurrencia, no equivale a decir mentiras reprochables. Si frente a unas cuantas gotas usted dice que "llueve a mares" o descontento con el gobierno afirma que Piñera es un "dictador" o que la autoridad sanitaria aprovecha la pandemia para "ahogar las libertades", ¿está mintiendo o el auditorio sabe que se trata de exageraciones retóricas en favor de un punto de vista?

Y en fin, se encuentran los deberes de fraternidad y sororidad. Ambas conductas suponen una sinceridad del ánimo. Si esta no concurre, estamos en presencia de la hipocresía. Así la paradoja es inevitable: cumplir la regla de fraternidad para eludir el castigo es comportarse hipócritamente y comportarse hipócritamente no es comportarse fraternalmente. Cumplir la regla es pues lo mismo que incumplirla. La paradoja es obvia y muestra lo absurdo de todo esto.

La propuesta de disciplinar el debate es, pues, errada y las más de las veces absurda. Es un signo alarmante de querer excluir temas del debate por la vía de moralizar lo que se dice o lo que no. Y moralizarlo todo, la verdad sea dicha, no es una conducta moral. Con mil disculpas por el flagrante atentado a la fraternidad o a la sororidad según sea el caso, esa propuesta constituye una simple y flagrante tontería.


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