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Columna de opinión: Convención, ¿quién garantiza las reglas?

Las discrepancias sobre cómo aplicar las reglas del juego necesitan de un juez independiente, imparcial y de derecho que las resuelva.

03 de Octubre de 2021 | 11:19 | Por Arturo Fermandois
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El Mercurio (archivo)
A poco de comenzar la deliberación de fondo, se suceden las controversias en la Convención Constitucional. Tensiones sobre el quorum de 2/3, plebiscitos "dirimentes", consultas vinculantes, negacionismo, reemplazo de convencionales y, en fin, disputas de forma y fondo.

¿Quién garantiza las reglas del proceso? Ante una controversia, ¿se impone quien recoja algunos votos más, como juez y parte? Esta salida, ya discutible para el fondo, parece inaceptable para las reglas procesales, anteriores al órgano y plebiscitadas por el pueblo. La democracia exige control independiente de reglas. Así lo admiten hasta J. H. Ely y muchos críticos del control judicial de constitucionalidad.


Efectivamente; las discrepancias sobre cómo aplicar las reglas del juego necesitan de un juez independiente, imparcial y de derecho que las resuelva. Solo así la nueva Carta gozará de la legitimidad democrática que necesita. En nuestro proceso, será la Corte Suprema, mediante un cuerpo ad hoc de cinco ministros elegidos por sorteo.

La magistratura constituyente chilena es un original acierto. Si bien Sudáfrica convocó a la Corte Constitucional para su transición constituyente (1993), no hay precedentes en Latinoamérica. Colombia hizo lo propio en 1991 con su Corte Suprema, pero esta prontamente renunció a la potestad. En fallo dividido, arguyó que nadie podría estar por sobre el poder constituyente "primario". Un camino que Chile no tomó. Aquí el poder constituyente es indiscutiblemente derivado, desde que fue convocado por la misma Constitución, se le sometió a reglas formales, límites básicos y quedó bajo la jurisdicción de un tribunal de procedimientos.

La existencia de un recurso a la Corte prestigia a nuestro proceso. Especialistas extranjeros han destacado la sofisticación institucional de la ruta chilena, asentada en reglas precisas, mecanismos y en una magistratura de máxima jerarquía que resolverá reclamos procedimentales.

La salida no es casual. El diseño de la Convención intentó corregir experiencias comparadas en los procesos de Venezuela, Ecuador, Colombia y Bolivia. Así surgieron, entre otras, las normas sobre prohibición de arrogarse la Convención poderes de los órganos constituidos, de atribuirse la soberanía y de alterar sus propios quorum.

Todos eran flancos previsibles de tentación refundacional y casi absolutista —la idea de no hay poder alguno sobre mí— una vez que se instalara el órgano. En 2019, al redactarse estas reglas, se aspiraba a no tener que sufrirlas, pero en solo tres meses de funcionamiento convencional, las normas ya se probaron sabias. Aparece también aquí la cláusula de límites sustantivos con su alusión a la República, a la democracia, a los tratados internacionales y a las sentencias firmes.


Pero de todos los elementos purificadores del proceso, quizá el más interesante es precisamente la presencia de una magistratura especial, de un procedimiento detallado y del derecho de un cuarto de los convencionales para levantar reclamos procedimentales. Lejos de renunciar al llamado, nuestra Corte Suprema dictó prestamente el Auto Acordado para su tramitación (abril de 2021). Las controversias tendrán ahora una solución de derecho, independiente y muy veloz (diez días). Su sola existencia inyecta un incentivo virtuoso: la interpretación de las normas de procedimiento debe ser leal, ojalá transversal, y los procedimientos deben cumplirse para evitar el costo de legitimidad que podría manchar el nacimiento de una nueva Ley Suprema. Torcer las reglas arriesgaría un revés judicial bochornoso, con el costo de prestigio, transparencia y tiempo involucrados.

Para una nueva Constitución legítima y respetada, el concepto "procedimiento" merece una interpretación amplia. Un plebiscito "dirimente" que se dirige a soslayar el quorum de 2/3 —piedra angular del proceso—; una consulta con carácter vinculante que delega a terceros lo indelegable —el poder constituyente— o un mecanismo de reemplazo de convencionales que no se recoja en una reforma constitucional, son todas alteraciones temerarias del procedimiento.

Porque el conflicto es esencial a la naturaleza humana. Locke advirtió ya en 1689 que el hombre en estado de naturaleza obra con injusticia al reparar las agresiones a sí mismo. "Juzga(n) apasionadamente su propia causa" y trata(n) "con negligencia y despreocupación las causas de los demás". La justicia por mano propia, reclamó, debe dar paso al tribunal independiente, propio del Estado democrático (Segundo Tratado, Cap. 9, par. 125). Este es el llamado que en este tiempo trascendental se confió a la Corte Suprema.
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