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Columna de opinión: Los discursos de los convencionistas

Hay dos formas básicas de concebir la representación. Una de ellas, la más intuitiva, es lo que podríamos llamar la representación en sentido pictórico. La otra es la representación en sentido estrictamente político.

29 de Octubre de 2021 | 07:46 | Por Carlos Peña
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El Mercurio
Si hubo un rasgo que refulgió en los discursos de los convencionales que concluyeron esta semana —las palabras que pronunciaron antes de iniciar la deliberación del contenido constitucional— fue la particularidad o la identidad.

Este o aquel rasgo que, quien intervenía, se encargaba de subrayar adscribiéndose de esa forma a un grupo y distinguiéndose de todos los demás, el género, la orientación sexual, la etnia, las creencias, la forma de vida a la que adhería, la peripecia vital, a veces dramática que padeció, la clase, etcétera.

¿Cuál es el significado de ese fenómeno para la deliberación que ahora se inicia?

Para advertirlo es necesario recordar el sentido que posee la representación, el vínculo que une, por decirlo, a los convencionales con la comunidad política cuya fisonomía futura tendrán que discernir.

Hay dos formas básicas de concebir la representación. Una de ellas, la más intuitiva, es lo que podríamos llamar la representación en sentido pictórico. La otra es la representación en sentido estrictamente político.

En un sentido pictórico, un cuerpo colegiado cualquiera (el Congreso, la Convención) es representativo cuando los rasgos del conjunto de la sociedad y cada una de sus partes, aparece en miniatura, por decirlo así, en el órgano de que se trata.

Este último sería entonces representativo si es el caso que en él se reproduce lo más fielmente posible la estructura social y la diversidad de toda índole de la sociedad en su conjunto considerada.

Si, en cambio, hay una parte de la sociedad (una etnia, una forma de vida, o una clase) que no se reproduce en el órgano, diríamos que este último no es representativo.

En un sentido que podríamos llamar político, sin embargo, la representación puede entenderse de otra forma.

En este caso un órgano es representativo cuando en él se encuentran todos los puntos de vista que existen en la sociedad acerca de lo que es mejor y más bueno para esta última.

En este caso, la representación no es pictórica (como la anterior) sino ideológica: no es la identidad sociológica de quienes integran el órgano lo que importa, sino sus ideas o puntos de vista.

Al escuchar los énfasis que muchos convencionales ponían en sus palabras, se arriba a la conclusión de que la Convención es muy representativa en un sentido pictórico; pero que lo es menos en un sentido estrictamente político.

Y el peligro que ello acarrea a la hora de la deliberación —la tarea que ahora comenzará— es que en vez de un debate acerca de los puntos de vista en juego, se conciba la tarea constitucional, por ejemplo, en materia de derechos, como la simple agregación o suma de los intereses de los diversos grupos y no, en cambio, como un discernimiento colectivo acerca de lo que es mejor para todos.

Por supuesto, la vida social se compone de particularidades —cada uno es algo inédito inconmensurable con cualquier otro— pero la democracia no consiste en la suma de particularidades que se agregan unas a otras, sino que ella consiste en el esfuerzo por encontrarnos en una condición hasta cierto punto artificial que llamamos ciudadanía.

La ciudadanía es eso: una condición abstracta en que todos, por tener algo en común, nos encontramos. La ciudadanía no es ingenua. Sabemos, por supuesto, que hay muchas cosas que nos diferencian, que la peripecia vital y la condición de cada uno es inconmensurable respecto a la de cualquier otro, y que cada uno es una forma idiosincrásica de desenvolver la existencia; pero la gracia de la democracia, o mejor aún el esfuerzo que la democracia exige, es la capacidad de elevarnos por sobre esa condición hasta alcanzar otra en la que nadie se diferencia de nadie: la de ciudadano.

Así la deliberación constitucional exige abandonar siquiera por momentos la propia particularidad para situarse, en cambio, en un punto de vista más general e imparcial que busque lo mejor para el conjunto. John Rawls sugería por eso en "Una teoría de la justicia" (una obra que por estos días cumple 50 años) que el mejor punto de vista para discutir cuestiones de justicia consistía en que cada uno olvidara quién era.
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