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Columna de Opinión: La tarea pendiente

Idear una carta constitucional exige un dominio de la técnica jurídica y un conocimiento más o menos cabal de los modelos disponibles en el derecho comparado —ese precipitado de siglos—, que no son ni pocos, ni son sencillos.

05 de Noviembre de 2021 | 07:04 | Por Carlos Peña
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El Mercurio
Como es obvio, el debate constitucional que comienza en la Convención no podrá prescindir ni del conocimiento de la historia de las instituciones, ni del derecho comparado, ni de la técnica jurídica.
En suma, no podrá abstraerse de lo que pudiera llamarse la ilustración.

Es verdad que en la Convención cada uno de sus integrantes —sea ignorante en cuestiones constitucionales o ilustrado en las mismas— cuenta como uno y nadie más que uno, según la frase de Jeremías Bentham.

Y también es cierto que en ella se reúnen múltiples intereses de variada índole, distintos puntos de vista generales y variadas formas identitarias, cada una con su particular demanda de reconocimiento. Todo eso es verdad.

Pero idear una Constitución no consiste en agregar intereses, ni ejecutar performances, ni portar disfraces, ni sumar deseos, ni insistir en generalidades, ni declamar, ni pronunciar discursos emotivos, ni escribir en tono formal esto o aquello. Idear una carta constitucional exige un dominio de la técnica jurídica y un conocimiento más o menos cabal de los modelos disponibles en el derecho comparado —ese precipitado de siglos—, que no son ni pocos, ni son sencillos.

Bastan unas cuantas preguntas generales para advertir que pensar una Constitución va mucho más allá de establecer un puñado de derechos al compás de un puñado de necesidades. Piénsese en las dificultades que posee definir el régimen de gobierno (¿presidencialista?, ¿parlamentario?, ¿semipresidencial?); la forma del Estado (¿federal?, ¿con autonomías?, ¿simplemente unitario?); la técnica de consagración de los derechos (¿coercibles?, ¿programáticos?, ¿reglas de maximización?, ¿simples directrices de política pública?); la relación de los derechos entre sí (propiedad y medio ambiente; vida y autonomía; libertad de enseñanza y educación pública, etcétera); el debate sobre la independencia judicial (¿creación de un órgano externo para la designación de los jueces?, ¿elección de ellos?, ¿sistema de concursos?); la existencia o no de órganos autónomos (Banco Central, Ministerio Público); las reglas transitorias y su relación con la legislación que le antecede (¿inconstitucionalidad sobreviniente?, ¿derogación tácita?); etcétera.

Creer que todo eso podrá ser discernido por todos los constituyentes sería evidentemente ingenuo. Todos los convencionistas, no cabe duda, son muy virtuosos; pero entre sus abundantes virtudes no se encuentra en la misma medida el conocimiento de la técnica jurídica, del derecho constitucional, o del derecho comparado.

Así entonces la conclusión parece obvia: el debate y la definición posterior de las reglas constitucionales será dominado, hegemonizado por algunos miembros de la Convención que impondrán su saber a los demás a la hora de diseñar, evaluar modelos posibles y redactar.
La ilustración se impondrá.

Alguna vez Hume dijo que era sorprendente la facilidad con que los pocos lograban dominar a los muchos. Es lo que se conoce más tarde como el poder de las minorías consistentes. En consonancia con ese punto de vista, no es arriesgado pensar que los convencionistas más ilustrados ya han de tener más o menos claras las ideas y los modelos que habrán de inspirar al texto constitucional y solo deben estar pensando en cómo lograr imponer esas ideas y en qué estrategia usar para que los demás crean que las mismas, que ya han de estar más o menos acabadas, son el fruto de la participación de todos.

Y es que, como se sabe, una cosa es quién tomará un enunciado bajo su responsabilidad (esta será sin duda la Convención) y otra quién será el emisor real del enunciado (estos serán los ilustrados que allí se desempeñan). Mutatis mutandis (cambiando lo que hay que cambiar), el texto constitucional se imputará a la Convención; pero ello no significa que la Convención será quien lo emita realmente. Hasta ahora esto último es un misterio.

Una manera de dilucidar ese misterio —el misterio clave en la redacción del texto— consistiría en distinguir dos grupos en la Convención. Uno de ellos, los portadores de intereses y puntos de vista generales; el otro, los que, coincidiendo con los intereses más o menos mayoritarios, poseen ideas más o menos madurecidas acerca de la fisonomía y el contenido de una Constitución.

Identificar a los miembros del segundo grupo —no son muchos— es la tarea fundamental de cualquier escrutinio sobre el proceso constituyente. Y esa tarea está aún pendiente.
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