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Columna de opinión: La demanda indígena

Una democracia liberal no debe hacer oídos sordos frente a esas demandas y en vez de eso debe acogerlas. Para hacerlo, sin embargo, ha de trazar algunos límites obvios.

12 de Noviembre de 2021 | 10:25 | Por Carlos Peña
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El Mercurio
¿Cómo deben ser tratadas, desde el punto de vista constitucional, las demandas de los pueblos indígenas? Para saberlo es indispensable tener a la vista el concepto de reconocimiento.

Los seres humanos somos seres, por decirlo así, especulares. La manera en que cada uno se concibe es resultado de la imagen que los demás le devuelven. Los otros son como un espejo que nos constituye. Los seres humanos necesitan que el valor que se atribuyen a sí mismos sea acogido por una conciencia ajena a la suya.

Este rasgo de lo humano se ha subrayado muchas veces. Se encuentra, desde luego, en Fichte (quien lo usó para explicar que el concepto de derecho era recíproco, puesto que yo no puedo decir que soy dueño de esto o de aquello si no hay otro que me acepte como tal) y lo desarrolló luego Hegel (para quien la historia se explica como una lucha por el reconocimiento). Ese deseo de reconocimiento explica que las minorías —especialmente las minorías atadas a una cultura heredada que sienten es su deber preservar— no se conformen con la tolerancia. Esta última consiste en dejar a las minorías conducirse a sí mismas, sin criminalizar su conducta, en tanto ellas, por su parte, no interfieran con la cultura dominante o mayoritaria, con la habilidad de los miembros de la mayoría para disfrutar su estilo de vida o su cultura. Esta aproximación (que fue la del Estado chileno durante el XIX y el XX) impide que las culturas minoritarias comparezcan en el espacio público y, en cambio, las condena a la privacidad: a cultivar la idea de sí mismos y a hablar la lengua materna y a rezar a sus dioses en secreto, sin comparecer ante los demás.

En cambio, el deseo de reconocimiento —que se traduce en la reivindicación de derechos lingüísticos, territoriales y de participación política a través de una voluntad colectiva propia— no está animado por el propósito de la tolerancia ni, tampoco, por una voluntad de separación o secesión. La demanda de reconocimiento parece, más bien, estar animada por un deseo de diálogo y de publicidad. Las minorías indígenas no quieren ni ser invisibles, ni, tampoco, estar solas. En vez de todo eso quieren comparecer en el espacio de lo público provistas de su identidad y de su cultura y quieren ser protegidas de otras culturas que, a cambio de tolerarlas, las condenan hasta ahora a la invisibilidad y a la exclusión.

No es fácil, por supuesto, satisfacer esos deseos de reconocimiento en un Estado constitucional. Pero es urgente hacerlo.

Todavía pensamos que el Estado constitucional es indisoluble de una extendida y homogénea conciencia nacional y, por lo mismo, nos sentimos tentados a calificar las demandas indígenas de insensatas o de meros arcaísmos producto de la pobreza o la exclusión. Nos gusta pensar, por eso, que quizá el problema indígena sea un asunto de puro bienestar y que cuando el mercado se expanda y los grupos hasta ahora marginados se integren al consumo y a la rutina de los malls, estas demandas se esfumarán y entonces parecerán, simplemente, un mal sueño. Con todo, la experiencia muestra que las identidades colectivas en vez de ser apagadas por la expansión del consumo tienden, por el contrario, a inflamarse.

Una democracia liberal, entonces, no debe hacer oídos sordos frente a esas demandas y en vez de eso debe acogerlas. Para hacerlo, sin embargo, ha de trazar algunos límites obvios. El primero de ellos es la vigencia de los derechos fundamentales y el segundo es la mantención de la integridad política. El reconocimiento de esas culturas no supone asignar un valor a lo ancestral en sí mismo, puesto que, como es obvio, puede haber costumbres ancestrales que violen la dignidad o la autonomía individual. Ni tampoco debe ser entendido como una demanda de separación política o de secesión o independencia, puesto que el reconocimiento es para integrarse a la comunidad y no para separarse de ella.

Sobre esos límites —respeto de los derechos fundamentales e integridad política— debe convenirse el reconocimiento.

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