Revisar un capítulo de la historia de las ideas puede ayudar a los convencionales a evaluar mejor las reglas sobre la libertad de expresión.
En esa historia están Federico El Grande (y a veces Voltaire), de un lado, y Spinoza, del otro.
Federico El Grande era partidario de la libertad de expresión, pero con límites. Creyó que la educación era previa a conferir la libertad. Pensó que la capacidad de comprender un discurso, distinguiendo en él lo que era correcto de lo que no, dependía de la educación. Prefería entonces esperar que el pueblo se educara antes de permitir que todo tipo de discurso llegara a sus oídos o cualquier texto a sus ojos
Federico creía que había verdades que él poseía y que no podía permitirse que la mayoría poco ilustrada —como consecuencia de permitirles leer cualquier cosa— las pusiera en cuestión.
Otra opinión fue la de Spinoza.
Para Spinoza, "no es posible que un hombre abdique su inteligencia y la someta absolutamente a la de otro", de manera, agregó, que se comete una injusticia cuando se pretende prescribir a cada uno lo que debe aceptar como verdadero o rechazar como falso". El derecho de pensar era, en su opinión, un rasgo consustancial al que no podríamos renunciar; aunque quisiéramos. Por eso, observó, es "imposible que todos los hombres tengan las mismas opiniones acerca de las mismas cosas y hablen de ellas en perfecta conformidad". De ahí se seguía entonces, concluye, que "sería un gobierno violento aquel que rehúsa a los ciudadanos la libertad de expresar y enseñar sus opiniones".
Para Spinoza, la libertad de expresión tiene un valor en sí misma; para Federico o Voltaire, posee un valor puramente instrumental.
Vale la pena detenerse en esta distinción entre el valor intrínseco y el instrumental.
Algo tiene un valor intrínseco cuando en él se realiza algo valioso, al margen de los resultados que con él se obtengan. En cambio, tiene un valor instrumental cuando su valía emana de los resultados que con él se consiguen.
Mientras para Federico la libertad de expresión era valiosa en sentido instrumental, porque con ella, pensó, se alcanza y divulga la verdad, Spinoza sostuvo que su valor era intrínseco, que ella valía la pena por sí misma, porque ella reconocía la igual capacidad de todos de discernir qué es correcto y qué no.
Las consecuencias de cada uno de esos puntos de vista son muy distintas.
Si la libertad de expresión tiene un valor instrumental, entonces debe ceder cuando exista un método superior para alcanzar los objetivos que con ella se persiguen. En ese caso, ella ya no se justifica. Esto es lo que creyó durante mucho tiempo la Iglesia (afortunadamente, ya no) ¿Si hemos alcanzado la verdad, por qué habríamos de permitir que el error se divulgue? En cambio, si la libertad de expresión tiene un valor intrínseco, entonces aun cuando sepamos la verdad, igual la necesitamos, porque en ella se ejercita una característica que es consustancial a lo que somos: la capacidad de cada uno de pensar por sí mismo.
Al examinar las reglas sobre la libertad de expresión, los convencionales deben detenerse a pensar si esa libertad vale en sí misma o si su valor es relativo a sus resultados.
Si su valor depende de sus resultados, entonces se justifica poner como límites el negacionismo, la integridad de las culturas, la verdad o cualquier otro concepto de esa índole. Si su valor es, en cambio, intrínseco, poner esos límites equivale a vaciarla de sentido.
Es lo que los convencionales deben decidir: si se parecen más a Federico El Grande o a Spinoza.
Hasta ahora, desgraciadamente, se parecen más a Federico, quien desde el poder quería proteger las verdades, que al modesto Spinoza, quien mientras pulía lentes para sobrevivir pensó que era mejor que en esta materia la libertad sin restricciones primara.