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En 50 años, Chile amplía el acceso a la enseñanza y roza la educación universal

Casi la totalidad de los jóvenes se titula de cuarto medio; la matrícula en educación superior creció ocho veces y el analfabetismo se redujo a un tercio en el período. Eso sí, todavía queda un pendiente: avanzar hacia una mejor calidad.

23 de Junio de 2023 | 08:33 | Por Equipo de Chile 1973-2023
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Chile tiene más de 200 años de historia republicana, pero ha sido en las últimas cinco décadas cuando el sistema educativo vivió su mayor transformación, según plantean distintos investigadores.

En los 60 se había experimentado un aumento de la cobertura en la educación escolar, pero, igualmente, a inicios de los 70 se evidenciaban varios problemas. “Hacia 1974, el gobierno realiza un diagnóstico general del sistema, en que destaca que: ‘existe una situación muy crítica que hace necesario tomar medidas que tiendan a reducir el problema educacional que se crea por la marginalidad geográfica y la marginalidad socioeconómica’. Así, los ‘alumnos provenientes de sectores marginales geográficos no ingresan al sistema por estar muy apartados, mientras que alumnos provenientes de sectores socioeconómicos marginales son afectados por problemas de deserción escolar y de altas tasas de repetición’”, se recoge en el libro “La transformación económica de Chile” (2000), de Felipe Larraín y Rodrigo Vergara, editado por el CEP. Allí se señala que, por ejemplo, la tasa de repitencia en el sector fiscal era de 15% en 1973 y la de abandono, 6%.

A ese diagnóstico se sumaban dificultades de la administración del sistema escolar. En el mismo texto, Harald Beyer —quien luego sería ministro de Educación— afirma que en los 70 había una sobreburocratización, con un Estado que controlaba las escuelas directamente, contrataba a los profesores, definía los presupuestos de los establecimientos y fijaba los currículum.

Patricia Matte, expresidenta de la Sociedad de Instrucción Primaria, recuerda que “cuando nosotros hicimos el Mapa de la Extrema Pobreza, el año 1975, la primera sorpresa que tuvimos, gigantesca, fue que el promedio de educación de los sectores más pobres era, máximo, cuarto básico. Eso que se dice de que la sociedad era más educada en esa época, no se sostiene. Había un nivel de analfabetismo altísimo”. En 1970 se estimaba que la población de 15 años o más que no sabía leer ni escribir era de 11,7%.

Esas fueron las razones por las que en los 80 se implementaron varias reformas al sistema escolar, entre ellas, la municipalización de las escuelas y el cambio del sistema de financiamiento a través de subvenciones relacionadas con la asistencia de los estudiantes (ver nota en página 11).

Si bien los cambios dieron frutos en cuanto a la cobertura y asistencia de los estudiantes, no fue algo rápido. Los problemas económicos de mediados de los 80 impactaron en el desarrollo de las políticas públicas.

“En 1982 el 2,7% de los niños abandonaban el sistema escolar. Tres años más tarde este nivel aumentó a 7,8%, ya que la crisis económica afectó particularmente a los sectores más pobres”, recoge el documento del Programa Interdisciplinario de Investigaciones en Educación “Educación y transición democrática, propuestas de políticas educacionales”, de 1989.

Matte, hoy presidenta de la Fundación Olivo, añade que “sobre todo en sectores rurales, en los 70 las escuelas terminaban en cuarto básico, no se habían extendido hasta octavo. Los grandes esfuerzos que se hicieron fueron en ese tenor: primero alcanzar el octavo básico, para hacerlo realmente obligatorio, y después la enseñanza media”.

En las décadas siguientes se sucederían varias reformas, desde modificaciones de currículum; la implementación de la Jornada Escolar Completa; el Estatuto Docente; la construcción de escuelas y nueva infraestructura acorde a los tiempos; apoyos a los alumnos más vulnerables reconociendo las mayores dificultades en su educación como la Subvención Escolar Preferencial (SEP), entre otras. Una crucial fue la ley que en 2003 extendió de 8 a 12 los años de escolaridad obligatoria.

Actualmente, la cobertura de ambos niveles es universal, situando al país como líder en Latinoamérica. A nivel preescolar, que permanece como una deuda pendiente, igualmente la cobertura ha aumentado casi ocho veces. El analfabetismo se redujo a un tercio y casi el 100% de los niños del país se titulan de cuarto medio.

Masificación


A nivel de educación superior, hace 50 años Chile tenía un sistema integrado por solo ocho universidades, dos públicas y seis privadas. La cifra estaba por debajo de las de otros países de la región a fines de los 60: Argentina tenía 31 instituciones, Brasil 42, Colombia 26, México 45 y el vecino Perú, 30.

La matrícula en las universidades chilenas de pregrado sumaba 146 mil estudiantes, con una cobertura que variaba entre el 14% y el 16% a fines de los 60 y principios de los 70. Era un sistema de élite, plantea José Joaquín Brunner (ver entrevista en página 5).

De quienes asistían a las universidades, el 41,1% era hijo de padres de estratos socioeconómicos alto y medio alto. Los de sector bajo representaban el 7,1% de la matrícula, según el Informe sobre la educación superior en Chile de 1986, elaborado por el mismo Brunner para la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso).

En 50 años, el cambio es total. El sector de educación superior actualmente está conformado por casi 148 instituciones: 58 universidades, 47 centros de formación técnica, 33 institutos profesionales y otros 10 recintos de las Fuerzas Armadas y Defensa, según datos del Sistema de Información de Educación Superior (SIES) del Ministerio de Educación.

De las universidades, 18 son estatales, y el resto se divide en 12 privadas —que junto con los planteles públicos integran el Consejo de Rectores de Chile— y 28 que no están en ese organismo.

Según el informe preliminar de matrícula 2023 del Ministerio de Educación, actualmente hay 1,2 millones de estudiantes en la educación terciaria, la cifra más alta desde que se tiene registro.

Esta apertura de la educación superior respondió a distintas políticas que se han sucedido. En la década del 80 se permitió la creación de nuevas universidades y otros planteles que antes no existían (CFT e IP) y aunque la crisis económica de mediados de la década haría que este sector creciera de manera moderada en esos años, en los 90 y 2000 la cantidad de establecimientos de educación superior experimentaría un salto.

En los 60 y 70, las universidades, públicas y privadas, recibían recursos del Estado, que eran su principal fuente de financiamiento. Sin embargo, los montos no eran suficientes y debían conseguir ingresos propios, que iban desde el cobro de aranceles y matrículas hasta venta de servicios como consultorías. Estos, entre 1965 y 1973 representaban entre el 7,7 y 17,6% de sus ingresos totales, según el mencionado informe de Flacso de 1986.

De acuerdo con el mismo documento, durante la reforma universitaria de fines de los 60, “algunas universidades introdujeron el cobro de aranceles diferenciados de matrícula según el nivel de ingresos de los padres, considerando además otros factores familiares y económicos del estudiante”, pero en muchas oportunidades terminaban por no cobrarlos, lo que generó la noción de que la educación era gratuita.
En las décadas siguientes los aportes fiscales directos disminuirían y se haría común el cobro de aranceles en las universidades. Junto con ello, se diseñaron sistemas de apoyo para las familias para costear los estudios que contemplan desde becas hasta distintos tipos de créditos. Estos, con ajustes y reformas, se han mantenido hasta ahora, claro que en la última década irrumpió la política de gratuidad.

El acceso se amplió drásticamente. Si en 1973 116 mil jóvenes se inscribieron para rendir el examen de ingreso para la educación superior, en el proceso de admisión 2023 fueron 308 mil, incluyendo aquellos que se registraron para rendir la primera versión invernal del test.

La forma de ingresar a la universidad también ha variado. A comienzos de la década de 1960, un grupo de investigadores de la Universidad de Chile aplicó una prueba de manera experimental a los nuevos universitarios; en base a los resultados, dieron origen a la Prueba de Aptitud Académica (PAA) que esa institución y demás planteles universitarios del país aplicaron desde 1967 como un mecanismo de selección e ingreso a sus carreras.

En el 2000, un grupo de investigadores de la U. de Chile y Católica, a petición de las autoridades educativas del momento, desarrollaron un nuevo método denominado Sistema de Ingreso a la Educación Superior (SIES), idea que, tras un intenso debate, fue finalmente desechada.

Dos años después, se determinó que fuera sustituida por la Prueba de Selección Universitaria (PSU), a cargo del Departamento de Evaluación, Medición Registro Educacional (Demre) de la Universidad de Chile que, desde su creación en 1996, tenía a cargo la PAA. Se implementó por primera vez en 2003.

El test, igualmente, había sido motivo de debate en sus casi 20 años, hasta que en 2020 y luego del llamado estallido se multiplicaron las críticas al modelo. Entre otras cosas, se argumentaba que sus resultados solo comprobaban las desigualdades existentes en la calidad de instrucción que recibían los postulantes.

Entre el 2020 y 2021, en medio de una pandemia de covid-19, se implementaron pruebas de transición y, a fines de 2022 debutó la Prueba de Acceso a la Educación Superior (PAES). Sus creadores señalaron que el nuevo formato busca evaluar el “saber hacer” más que el solo conocimiento.

Los cambios no solo dan cuenta de un mayor acceso a la educación superior. También la actividad al interior de los planteles ha crecido y si bien en los 70 su labor se concentraba fundamentalmente en la formación de profesionales, con los años —y sin dejar esto de lado— adquirió mayor importancia la investigación y los programas de posgrado.

Asimismo, la participación de la mujer creció de 40% a 53,4% del sistema de educación superior.

Campo de disputa política


Todas estas transformaciones se han dado de la mano de intensos debates públicos. En los 70, el gobierno de Salvador Allende impulsó la Escuela Nacional Unificada, que fue motivo de protesta desde distintos sectores.

Durante la administración de la Unidad Popular, además, las universidades experimentarían una politización sin precedentes.
Después del Golpe de 1973, las autoridades militares intervendrían las universidades. Con rectores delegados se intentaría despolitizar los planteles. Producto de ello, cientos de académicos y alumnos fueron desvinculados.

En los 90, el objetivo sería restaurar la democracia en los planteles. Pero distintas visiones de ver la educación seguirían presentes. Debates como la libertad de los padres de elegir la educación de sus hijos, la participación de las familias en las decisiones de las comunidades educativas, el rol del sector privado en la educación y el financiamiento se mantienen hasta hoy.

Educación es uno de los sectores con permanente protagonismo en la discusión pública. Y en el debate no solo participa la clase política, pues, como en pocos ámbitos, existen grupos altamente organizados que ejercen presión, como los estudiantes, los profesores y otros funcionarios del sector. También los alcaldes tienen qué decir al respecto y casi todos los centros de estudios dedican parte de su trabajo a analizar este ámbito.

Así, la educación se mantiene como un campo de disputa política. Sin ir más lejos, desde el regreso a la democracia, de las 39 acusaciones constitucionales presentadas en el Congreso Nacional, solo en tres casos el Senado ha declarado culpable a las autoridades en cuestión, haciéndolas dejar el puesto y prohibiendo su desempeño en cargos públicos durante cinco años. De ellas, dos eran secretarios de la cartera de Educación: Yasna Provoste (2008) y Harald Beyer (2013).

Los pendientes


Alcanzada la cobertura universal en educación escolar y con la masificación de la enseñanza superior, todavía queda trabajo por hacer. Y ese desafío, coinciden especialistas, es la calidad.

“Durante el primer gobierno de Michelle Bachelet hicimos un tremendo esfuerzo por consensuar una Ley General de Educación, que vino a reemplazar la anterior (LOCE). Ahí llegamos a acuerdo en que el foco tenía que ser la calidad. Se creó toda una institucional, que comprende una Agencia de Calidad de la Educación, una Superintendencia de Educación. Desgraciadamente, hoy día todo ese aparataje parece no estar funcionando”, expone Patricia Matte.

Y ahonda en el punto: “Lo primero que muestra que esto no está funcionando es la discusión de si hay que evaluar la educación, los cuestionamientos al Simce. Estoy de acuerdo con que el Simce no puede ser la única herramienta, pero al menos nos arroja algo de luz. Yo noto un estancamiento, y no solo producto de la pandemia. Hay que mejorar la calidad de la formación del profesorado, la exigencia a nivel de establecimientos educacionales, las pedagogías”.

A juicio de Matte, “las familias, sobre todo de los sectores medios y bajos, han perdido la ilusión en la educación, la esperanza de que esta va a hacer una diferencia en que sus hijos alcancen mejoras sostenibles en el tiempo y tengan acceso a un mejor trabajo”.

Si bien distintos estudios coinciden en que quienes tienen mayor nivel de educación obtienen, en promedio, mejores rentas en su vida laboral y experimentan menor desempleo, igualmente la socióloga cree que problemas como la apertura de vacantes en carreras de educación superior sin tener en cuenta el futuro campo laboral, que se suman “al estancamiento del crecimiento económico” —dice— crean esa sensación de que “el cartón” ya no es la garantía de un mejor futuro como era antes.

Influiría en esto también un episodio que dañó la credibilidad del sistema. En 2012 se conoció el caso de corrupción al interior de la CNA en el que se detectó que altos directivos de planteles de educación superior habían pagado sobornos para que sus instituciones fueran acreditadas. El hecho terminó con el expresidente de la CNA, Luis Eugenio Díaz, condenado por la justicia y varias instituciones que debieron cerrar, entre ellas, la Universidad del Mar.

“Para avanzar hacia una educación de mayor calidad parece razonable potenciar la competencia entre establecimientos. Para ello se debe asegurar que los padres tengan acceso a la información relevante, lo que pasa por perfeccionar las pruebas nacionales de educación y eventualmente incorporar auditorías educacionales. Un paso central supone entregar mayor autonomía a los establecimientos educacionales, en especial a los municipales. Una alternativa razonable podría ser el traspaso de estos establecimientos a los padres o a instituciones sin fines de lucro con reconocido interés en la educación”, planteaba Beyer hace 23 años.

Pero las decisiones han ido en otro sentido. Actualmente, se mantiene el debate por la desmunicipalización de los colegios públicos que busca que estos sean administrados por servicios locales. Se trata de un proceso que, con dificultades, se comenzó a implementar paulatinamente, pero genera dudas entre actores de la educación respecto de sus beneficios.

Por otro lado, la política de gratuidad sigue haciendo que miles de jóvenes ingresen cada año a la educación superior, sin embargo —y tal como quedó en evidencia en las protestas de 2019— existe descontento respecto del futuro que tienen esos profesionales.

Para Patricia Matte, los desafíos son variados y van desde evaluar más el sistema, incluidos los docentes, mejorar las pedagogías e introducir competencia hasta lograr que los jóvenes vuelvan a respetar a los profesores. “Hemos hecho tremendos esfuerzos en estos 50 años. No podemos permitirnos quedarnos estancados”, sentencia.



Infografía: El Mercurio | Fuente: Elaboración propia a partir de: Mineduc, Casen 2017, "Informe sobre la educación en Chile" de José Joaquín Brunner, 1986; "Entre la autonomía y la intervención": Las reformas de la Educación en Chile", de Harald Beyer, 2022; Educación y transición democrática", Piie, 1989; CEP, Acción Educar, Educación 2020; Demre. .
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