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Columna de opinión: ¿Aprobar o rechazar?

La elección de los consejeros constitucionales (y el resultado global que se alcanzó) no es indicativo de una especie de mapa ideológico que permita predecir el resultado.

28 de Julio de 2023 | 08:36 | Por Carlos Peña
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El rector Carlos Peña.

El Mercurio
Una de las incógnitas que se abrirán de aquí a fin de año es si acaso la ciudadanía aprobará o no el texto constitucional que se proponga.

¿De qué dependerá?

Desde luego, no parece depender de cuánto refleje el texto las ideas constitucionales de quienes fueron electos para redactarlo. Los elegidos para redactar el proyecto no plantearon ideas relativas a cómo imaginaban que este último debiera ser. La gente, cuando eligió a los consejeros constitucionales, no lo hizo porque adhiriera a las ideas que relativas a la Carta Fundamental ellos poseyeran, sino que lo hizo como resultado de la opinión que le merecía la conducta de la anterior Convención, la molestia o no que le causaba el quehacer gubernamental y el rechazo que produjo a la conciencia nacional lo que pudiéramos llamar el exceso identitario.

Incurriría, pues, en un gigantesco equívoco quien pensara que los votos que recibió fueron el fruto de una adhesión ideológica. Y se dispusiera entonces (en la confianza de que eso espera la ciudadanía) a verter sin más sus ideas morales o económicas en reglas. Y es que no es verdad que los votos de los republicanos sean indicativos de la popularidad de sus ideas constitucionales o relativas a los proyectos que han formulado o que piensan formular para la vida social. Tampoco los votos obtenidos por los socialistas o el Frente Amplio lo fueron por las ideas constitucionales que se les supuso poseían.

La elección de los consejeros constitucionales (y el resultado global que se alcanzó) no es indicativo de una especie de mapa ideológico que permita predecir el resultado. Siendo así, no es posible sostener que la mayoría que votó a los republicanos vaya luego a apoyar el proyecto debido a las ideas republicanas (sobre el aborto, la subsidiariedad, las FF.AA. u otro tema como ese) que este contenga.

La inversa tampoco es verdad. No es cierto (o no hay razones para pensar que lo sea) que quienes apoyaron a los socialistas o a los miembros del Frente Amplio vayan a adherir al proyecto por las ideas (sobre los derechos reproductivos, la multiculturalidad, el medio ambiente o la propiedad) de estos últimos que él contenga.

En suma, hay una obvia desconexión causal y conceptual, por decirlo así, entre la adhesión a las fuerzas políticas, las ideas que poseen estas últimas (y que en la mayor parte de los casos guardan con celo como si temieran un plagio) y la decisión que se adoptará frente al texto constitucional.

Y eso es lo que hace incierto el resultado.

Con todo, en la medida que esa desconexión se mantenga y la política del día a día vaya por un lado y la cuestión constitucional por el otro (que es más o menos lo que hasta aquí ha ocurrido); si la cuestión constitucional se sigue manejando con sobriedad y con cierta distancia, sin descender al barro cotidiano (que por estos días amenaza ser un lodazal); si los consejeros no se dejan infectar por los matinales (que suelen confundir intercambio de ideas con intercambio de pullas y de ataques); si los partícipes del debate no emiten las cuñas que les solicitan o que tratan de sacarles a tirones (y son capaces de tolerar el silencio de las redes a su respecto), lo más probable es que la aprobación del texto se produzca como resultado de una cierta inercia institucional sin gran consideración al contenido el que —para desilusión de quienes anhelan discordia— lo más probable es que refleje puntos de vista compartidos o suficientemente vagos o ambiguos como para que todos abriguen la esperanza de que lo que piensan o anhelan está recogido en ellos.

¿Es malo algo así?
Por supuesto que no.

Una Constitución requiere cierta vaguedad, cierta línea de sombra, una textura abierta como suele decirse, sin que sus reglas decidan todo por anticipado (preverlo todo, se sabe desde antiguo, no es posible), de manera que, en muchos aspectos, ellas queden entregadas a la interpretación futura que es otra forma de continuar el debate, y la guerra cultural como se le llama hoy, que es propio de la vida democrática. Basta dar un vistazo a la experiencia comparada para advertirlo. Las reglas constitucionales en muchos aspectos guían la deliberación y el debate como una brújula que indica hacia donde ir; pero sin señalar exactamente el camino o el número de pasos que hay que dar para alcanzarlo.

Así entonces, si se mantiene la desconexión entre el debate contingente y sus partícipes, por un lado, y el diálogo constitucional por otro; si los consejeros recuerdan que no fueron sus ideas las que los llevaron a la función que ahora desempeñan, sino que ellos catalizaron un malestar con la anterior Convención; y si caen en la cuenta de que las reglas constitucionales deben definir la fisonomía del sistema político y las inmunidades de los ciudadanos, y en casi todo lo demás no clausurar el debate sino orientarlo, es probable que el futuro proyecto, en medio de bostezos y somnolencias y modorras, termine siendo aprobado.

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