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Columna de opinión: Una Constitución habilitante

Una Constitución no puede reemplazar la voluntad política del pueblo ni su derecho al autogobierno, sino garantizarlo. La apertura de su texto debe permitir que distintos programas de gobierno puedan ser implementados, a partir de los mínimos comunes que el pueblo de Chile reconoce como propios.

30 de Julio de 2023 | 13:09 | Por Jaime Bassa
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La Segunda
Chile se encuentra en su tercer intento constituyente en cinco años, en que se han redactado las propuestas de la Presidenta Bachelet en 2018, de la Convención Constitucional en 2022 y de la Comisión Experta en 2023 (esta última en proceso de enmiendas en el Consejo Constitucional). Cada una tiene rasgos propios, tanto de procedimiento como de contenido, que explican, en parte, las dificultades que han enfrentado. No es mi intención revisar qué factores han debilitado la viabilidad de esas propuestas, sino enfatizar una dimensión de la discusión que tomó algo de fuerza luego del plebiscito de 2022: la posibilidad de contar con una Constitución habilitante.

La crisis de legitimidad del orden constitucional va mucho más allá de su origen ilegítimo, pues hay una dimensión de su ejercicio que profundiza su ilegitimidad de origen y la vuelve una herida imposible de sanar. La Constitución todavía representa el proyecto político de la dictadura que, en varios aspectos de su contenido, responde a una reacción al período 1964-1973. Una de las consecuencias del actual diseño radica en que muchas de las ideas y propuestas de los partidos políticos y coaliciones de izquierda y de centroizquierda son inconstitucionales y, por tanto, no pueden ser implementadas. Esta es una de las principales razones para necesitar una Constitución no solo "nacida en democracia", sino democrática en su contenido: que su diseño permita, a partir de los estadios de desarrollo político y cultural que ha alcanzado el pueblo de Chile, que un gobierno pueda implementar el proyecto político para el cual fue elegido.

No se trata de buscar neutralidad en la Constitución, pues hay una serie de definiciones que marcan un punto de partida ineludible: derechos fundamentales, democracia, división de poderes, control en el ejercicio del poder, Estado de Derecho, entre otros. Se trata, en cambio, de contar con reglas que habiliten el ejercicio del poder y no lo constriñan a una visión particular de sociedad.

El rechazo de la propuesta de 2022 reabrió esta discusión, aunque sin incidir mayormente en la etapa 2023. Distintos factores han trabado esta discusión: la dificultad para reconocer qué significa que la Constitución vigente no sea habilitante; la falta de claridad conceptual para identificar los dispositivos que inhabilitan o neutralizan la acción política del pueblo; la ausencia de una reflexión relativa al significado de una Constitución habilitante y de las reglas que la configuran; en fin, la dificultad de separar la discusión constituyente de la política contingente, para actuar con perspectiva de futuro más que de presente.

Hay una perspectiva que permite aunar estas cuestiones: el carácter habilitante de una Constitución depende de la confianza que esta deposite en la ley.

La Constitución vigente se construyó a partir de una profunda desconfianza en el legislador, restringiendo su ámbito de competencias a través de normas que debilitan sus posibilidades para representar la voluntad popular, especialmente si es favorable al cambio social. El paso del dominio mínimo legal de la Constitución de 1925 al dominio máximo legal del actual artículo 63; las materias de ley de iniciativa exclusiva del Presidente y su expansión por vía interpretativa; el protagonismo del Tribunal Constitucional en la formación de la ley, incluso con controles obligatorios; el complejo sistema de quorum contramayoritario para las materias de ley y de reforma constitucional; junto a diseños ya superados, como el sistema electoral y los senadores designados.

Pero no solo reglas procedimentales, también de contenidos: el sesgo ideológico del catálogo de derechos fundamentales ha restringido significativamente el ámbito de acción de la ley.

Una Constitución habilitante debería construirse desde la confianza en la ley en tanto declaración de la voluntad soberana, ampliando su ámbito de competencias y fortaleciendo la representación y la participación popular. Debe fijar las bases para el despliegue de dicha acción política, limitando el poder de las instituciones, pero habilitando el ejercicio del poder soberano del pueblo. Eso supone desmontar los actuales dispositivos constitucionales que inhabilitan a la ley para implementar cambios sociales con apoyo popular, incorporar mecanismos de participación ciudadana, tanto a nivel nacional como local, y contar con un catálogo de derechos con un techo ideológicamente abierto, que habilite la regulación legal.

Una Constitución no puede reemplazar la voluntad política del pueblo ni su derecho al autogobierno, sino garantizarlo. La apertura de su texto debe permitir que distintos programas de gobierno puedan ser implementados, a partir de los mínimos comunes que el pueblo de Chile reconoce como propios. Es el ámbito que le corresponde, principalmente, a la ley, la que debe contar con la habilitación necesaria para representar la voluntad popular.

Sin embargo, lo que hoy vemos en el Consejo Constitucional va en la dirección contraria, al reivindicar la identidad de los grupos políticos en una posición contingente de mayoría y al retrotraer la discusión a la década de 1980, reviviendo debates que habíamos dado por superados.

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