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Ascanio Cavallo: "Hay que ver en cuántas exdictaduras se ha metido preso al jefe de la represión política con condenas de cientos de años"

"No creo que la democracia fuese demasiado blanda”, afirma el periodista, para quien “la transición terminó cuando Pinochet perdió la fuente de su poder, o sea, la Comandancia en Jefe del Ejército”.

11 de Septiembre de 2023 | 08:59 | Álvaro Valenzuela Mangini, El Mercurio
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Ascanio Cavallo, Premio Nacional de Periodismo 2021.

El Mercurio
Desde hace meses que Ascanio Cavallo ha venido advirtiéndolo: la apuesta del Gobierno por hacer de la conmemoración del golpe de Estado un gran hito político no es buena idea. A 24 horas de la fecha decisiva, la tormentosa historia de esta conmemoración, que hasta ahora le ha traído a La Moneda poco más que una suma de problemas y conflictos, parece darle la razón al Premio Nacional de Periodismo 2021.

Conocedor como pocos de la historia política de los últimos 50 años —la que partió reporteando en la década de 1970 para la revista Hoy y que ha plasmado en libros ya clásicos—, Cavallo explica acá las razones de su escepticismo, pero también por qué el entusiasmo de la generación del Presidente Boric con la Unidad Popular va a la par con los intentos de esa misma generación por desacreditar y cuestionar la transición democrática.

—¿Por qué la apuesta del Gobierno por los 50 años no podía resultar bien?

—Primero, porque es un hito fuertemente divisivo, con el que el país no ha llegado a un acuerdo y tiende por ello a reproducir la polarización de 1973. Porque la historia no se transmite solo por manuales, sino inicialmente por memorias personales, tradiciones familiares, amigos y conocidos. Segundo, porque también divide a la izquierda, que tuvo posiciones muy divergentes en 1973 y las vuelve a tener si se mete otra vez en el período. No me imagino que quiera revivirlas, salvo para que alguien se cobre algún desquite. ¿Qué hito se construye con eso?

—¿Tenía el Presidente claro lo que buscaba cuando tomó la decisión de embarcarse en esto?

—Creo que no. Como muchos en su generación, han tenido una aproximación libresca, en el mejor de los casos, y muy marcada por la resistencia a la figura de Pinochet, en el peor.

—Pese a que los réditos parecen pocos y los costos muchos, La Moneda ha seguido empeñada en el tema. ¿Cómo se entiende esa “obsesión de los 50 años” de la que usted ha hablado? ¿Qué nos dice del Gobierno?

—La parte original de la coalición de gobierno, el Frente Amplio, siempre sintió admiración por la Unidad Popular y por Allende. Hasta habría querido imitarla, aun sabiendo que ha pasado medio siglo. Quizás conocía poco la resistencia que suscita e incluso algunas de sus aristas; por ejemplo, que fue la coalición más desleal con su Presidente en toda la historia de Chile.

—¿En qué medida la reivindicación de la Unidad Popular y el énfasis en lo que significó el Golpe no son otra cara del cuestionamiento a la transición en que coinciden tanto el Frente Amplio como el Partido Comunista?

—Lo son, por supuesto. La mayor parte del Frente Amplio no había nacido en la transición, de modo que su conocimiento, de nuevo, es libresco, o procede de profesores con una carga ideológica abierta o disimulada. El PC no fue parte de la transición. En un comienzo vaciló y tuvo que tomar la dolorosa decisión de quebrar a su brazo armado, el FPMR, para volver a desarrollar un cuerpo político sin participar en los gobiernos, los que —para ser justos— tampoco lo querían cerca. Esto es más largo, pero el quiebre de la trayectoria histórica del PC se produce en el exilio, en 1980, no antes.

—¿Es justa la visión de la transición como un proceso marcado por el miedo: miedo al retorno de Pinochet pero también a la UP? ¿Hasta qué punto elementos clave de ese proceso, como el respeto a la autoridad presidencial, el suprapartidismo o el cuidado por los equilibrios macroeconómicos, fueron determinados por el fantasma de lo que pasó entre el 70 y el 73?

—Sí, es evidente que la transición estuvo marcada por esas dos experiencias, que sectores antagónicos vivieron como traumáticas. También estuvo marcada por el deseo de la sociedad de terminar con tres décadas de confrontaciones dolorosas. Se le puede llamar miedo, prudencia, cálculo, como se quiera. El suprapartidismo presidencial y el cuidado de la economía estuvieron entre los elementos más importantes, junto con otros, como la disciplina parlamentaria y la competencia de los partidos por fuerzas reales, no simbólicas.

—Sol Serrano, en el prólogo a “La historia oculta de la transición”, advierte que el libro se estructura en torno a la relación entre Patricio Aylwin y Augusto Pinochet. ¿Lo comparte? ¿Podemos decir que fue en definitiva eso la transición?

—Sol Serrano es muy perspicaz y no soy quien puede confirmar o refutar su interpretación. Hecho el libro, queda a los lectores entenderlo de uno u otro modo. Lo que sí puedo decir es que siempre he sostenido que la transición terminó cuando Pinochet perdió la fuente de su poder, o sea, la Comandancia en Jefe del Ejército. Ahí se acabó la amenaza de una regresión autoritaria. Eso ocurrió en marzo de 1998 y unos meses después Pinochet fue arrestado en Londres. El libro cubre el período 1990-1998, cuando hubo dos presidentes: Patricio Aylwin y Eduardo Frei Ruiz-Tagle.

—El discurso de Pinochet para justificar esa permanencia en la Comandancia en Jefe fue que él sería una garantía para todo el proceso de transición. En los hechos, ¿cómo definiría el papel que jugó en esos ocho años?

—Aylwin decía que, en efecto, Pinochet cumplió un cierto papel apaciguador, a pesar de las dos trastadas que le hizo, el “ejercicio de enlace” (el acuartelamiento efectuado en diciembre de 1990) y el “boinazo” (ver página 12). Frei puso de ministro de Defensa a Pérez Yoma, que consiguió cosas tan importantes como la detención de Contreras, aunque también le hizo una trastada, el picnic de Punta Peuco (cuando un millar de efectivos y familiares se reunieron un sábado en las afueras de ese penal, en 1995). Pero todos los corcoveos de Pinochet fueron para proteger la venta ilegal que tramó en favor de su hijo mayor, no para dar un golpe. Si hay que acusarlo de algo en ese período es de nepotismo, no de golpismo.

—Como usted dice, se puede constatar la progresiva declinación del poder de Pinochet a lo largo de la década de 1990. ¿Por qué, sin embargo, el proceso dejó una sensación de frustración en todo un sector de la centroizquierda? ¿Fue demasiado “blanda” la democracia con el general y con su obra? ¿Hubo que tragar demasiados sapos?

—En la izquierda dominó siempre el sentimiento de que Pinochet debió ser castigado en vida por su liderazgo en el golpe de Estado. Era imposible obtener eso en una transición dirigida, pero también era imposible evitar que el sentimiento siguiese vivo. No creo que la democracia fuese demasiado blanda. Hay que ver en cuántas exdictaduras se ha metido preso al jefe de la represión política, con condenas de cientos de años.

—Mientras que la figura de Aylwin solo parece haber crecido en el último tiempo, al gobierno de Frei casi no se lo menciona en la discusión pública. ¿Es justa esa omisión? ¿Qué puede explicarla? ¿No registra hitos comparables, por ejemplo, al informe Rettig?
—No, no es justa. Frei decidió centrarse en la modernización física y productiva del país, en paralelo con esfuerzos por cerrar el conflicto sobre las violaciones a los derechos humanos, como la Mesa de Diálogo. Sus años fueron de gran crecimiento, aunque al final lo alcanzó la crisis asiática; algo parecido le ocurrió con la Mesa de Diálogo, a pesar del avance que esta significó en cuanto a reconocimiento, por las Fuerzas Armadas, de sus violencias pasadas. Frei fue minusvalorado desde el comienzo, pero, en mi opinión, fue un Presidente tan notable como su antecesor y sus sucesores. El respeto que le profesa Lagos es muy justificado.

—En la primera parte de “La década socialista” usted describe el famoso debate entre autocomplacientes y autoflagelantes, que en cierta forma parece potenciarse con la detención de Pinochet en Londres. ¿Empezó entonces a escribirse el fin de la Concertación?

—No, la Concertación duró diez años más. Si se toma todo su período, es la coalición más prolongada de la historia de Chile. La detención de Pinochet fue una tensión muy divisiva, pero no llegó a quebrar ni un trozo de la Concertación. Las fracturas empezaron en el primer gobierno de Michelle Bachelet. Y al final de su período, la derrota de la Concertación ante Sebastián Piñera quebró la perspectiva de un gobierno todavía más largo, de 30 o 40 años. Quizás era una idea excesiva.

—¿Es correcto concluir que, aunque inicialmente derrotados, los flagelantes terminaron ganando la disputa 15 años después, con Bachelet II y luego con Boric?

—Es cuestión de interpretación. No sabemos si Michelle Bachelet simpatizaba con los autoflagelantes; solo sabemos que no estuvo en el sector del PS que dio origen a la Concertación. Pero es difícil llamar autoflagelante a su gobierno. Boric es otra cosa, dudo que el debate de 1998 estuviera siquiera en el corpus intelectual del Frente Amplio. Este sector reúne los temas de la posmodernidad globalizada con los de la izquierda tradicional y una cierta nostalgia delegada por la Unidad Popular.

—¿Cómo entiende usted lo que ha pasado con la figura de Lagos, el primer socialista que llega a La Moneda después de la UP y que sin embargo termina siendo un anatema para una parte de la izquierda y de su propio partido? ¿Por qué la izquierda prefiere optar por Allende, el mandatario que fracasó, antes que por Lagos, el exitoso?

—Lagos tuvo siempre el pecado de la impureza dentro del socialismo. Recordemos que venía del mundo radical, como Genaro Arriagada y Jorge Arrate, entre otros. Quizás la expresión más profunda del instinto del PS no fue la de 1999, cuando Lagos debió competir con Lavín, sino la del 2015, cuando lo descartó de plano y terminó favoreciendo a otro candidato, irónicamente, filorradical: Alejandro Guillier. El faccionalismo depredador del PS es capaz de producir esas rarezas. Allende fue elegido candidato con un número casi igual de votos y abstenciones.

—¿Y cómo se explica el proceso vivido por figuras como Arrate o el mismo Altamirano, que habiendo sido fundamentales para la renovación socialista, pasaron a ubicarse entre los más fuertes críticos de la transición? ¿No es paradójico que en cambio Escalona, que en los 90 era parte del sector más duro y lejos del núcleo del poder, terminara dos décadas después situado, entre comillas, “a la derecha” de ellos?

—La izquierda se define, en toda la historia, por el inconformismo, que es su forma de mantenerse saludable. De allí nacen sus mayores virtudes y también sus peores defectos, como el aspecto desconcertante que presenta ante sus adversarios. A veces parece que su fuente intelectual fuese más El Criticón de Gracián que el propio Marx. En el caso de Chile, hay que agregar que la mayor parte de este sector viene de la izquierda libertaria e incluso anarquista, no de la leninista.

—En una de sus últimas columnas, usted termina aludiendo a la frase aquella de la historia que una vez se cuenta como tragedia y luego como comedia. ¿Eso estamos viviendo hoy: la versión comedia del drama y de la tragedia vividos en 1973?

—Comedia o farsa, según la traducción. Marx escribió eso en El 18 de brumario de Luis Bonaparte, como burla del autogolpe que dio Napoleón III en comparación con el que su tío Napoleón había dado mucho antes. Era una respuesta a Hegel, que pensaba que con líderes similares la historia tiende a repetirse. Es un sarcasmo muy de Marx, que odiaba el personalismo. Tenía razón: siempre hay algo ridículo en el intento de repetir la historia, incluso cuando ese esfuerzo se reviste de nobleza.


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