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Carlos Peña: "Las élites, en momentos de crisis, tienen el deber de no sumarse al coro del malestar"

Sin embargo, dice el rector de la UDP, "eso no ocurrió" en 2019 y "casi todos se sumaron al desenfreno". Sobre qué necesita Chile, afirma que todavía está pendiente "un proyecto social y político destinado a enfrentar, dentro de la modernización capitalista" los desafíos del país.

17 de Octubre de 2023 | 06:07 | Por Cristian Pizarro Allard, Chile 1973-2023
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El Mercurio
La reflexión intelectual acerca del 18-O ha sido fructífera y variada. Desde muy temprano los académicos universitarios e incluso los medios comenzaron a intentar desentrañar los significados más profundos de lo acontecido y de sus implicancias en la sociedad chilena. Las interpretaciones están lejos de ser convergentes entre sí y probablemente aún falte un buen tiempo para que eso ocurra. Sin embargo, para quien se adentre en esta discusión será imposible saltarse las explicaciones y las tesis que al respecto, y desde los primeros meses, planteó Carlos Peña, rector de la Universidad Diego Portales, autor de libros como "Pensar el malestar" (Taurus, 2020), "El desafío constitucional" (Taurus, 2020), "La política de la identidad” (Taurus, 2022), "Hijos sin padre" (Taurus, 2023), y de un buen número de columnas de opinión sobre el tema publicadas en este medio.

Cuando estamos próximos a que se cumpla un año más de aquella fecha, “El Mercurio” vuelve sobre la mirada que tiene Carlos Peña, uno de los intelectuales públicos más influyentes de los últimos años en Chile, acerca de estos acontecimientos.

¿Cómo denomina usted exactamente lo que sucedió a contar del 18 de octubre de 2019? ¿Estallido social, político o violento?

—Desde luego no fue una rebelión, que viene de bellum y evoca la imagen de una guerra civil; tampoco una revolución, su origen astronómico sugiere un cambio radical. Nada de eso. Fue una revuelta alimentada por un malestar nada raro en una sociedad como la chilena, que experimenta lo que pudiéramos llamar las patologías de la modernización.

Antes de ir a las causas del fenómeno, ¿cree que en los actos de violencia que se vieron hubo influencia extranjera? ¿Cuál es su explicación sobre ese aspecto del fenómeno?

—Nadie ha ofrecido pruebas de que haya habido influencia extranjera conspirando o dirigiendo lo que sucedió. Y la violencia se explica por el espíritu nihilista e irracional que en fenómenos de masas es habitual. En esto Chile no es la excepción, en este tipo de casos siempre hay violencia, desde Hong Kong a Francia o Estados Unidos.

—¿Qué factores primaron como antecedentes más profundos del denominado "estallido"? Usted ha escrito sobre una incapacidad del modelo capitalista para responder a ciertas demandas ciudadanas. ¿Puede explicar más ese argumento?

—En este breve espacio basta mencionar tres. Desde luego está la paradoja del bienestar. Las sociedades se sienten más incómodas y demandantes cuando mejor están. Es probable que ello se deba a la expansión de bienes, como la educación superior, cuyo valor es inversamente proporcional al acceso: mientras más personas acceden a ellos menos valen y entonces el resultado es, paradójicamente, una profunda frustración. Esto explica el que las nuevas generaciones son las más molestas. En segundo lugar está la desigualdad. Pero no la desigualdad objetiva, sino la vivencia de la desigualdad. La primera, sea como fuere que la mida, índice Gini o Palma o por géneros, ha disminuido, pero la vivencia de la desigualdad se ha incrementado como consecuencia de la mayor autonomía y bienestar de grupos históricamente excluidos. Es probable que el fracaso del ideal meritocrático, vinculado a la pobre reforma educacional, contribuya a ello. En tercer lugar se encuentra la cuestión generacional. He llamado a la nueva generación, en un reciente libro, “Hijos sin padre”, es decir, una generación individualizada y anómica, una generación que vino a este mundo junto con el nacimiento de las redes sociales y cuando los grupos primarios de socialización (la familia, el barrio, la iglesia, los partidos) estaban en crisis.

—¿No parece insuficiente esa explicación?

—Podrían sumarse otros factores que podemos llamar las patologías de la modernización. Una, la sensación en las generaciones más viejas de quedar a la intemperie cuando lo alcancen las flechas del destino, la enfermedad y la vejez. Otra, el profundo proceso de individuación, que hace que los más jóvenes busquen abrigo en momentos intensos y fugaces de comunidad con otros. Pero en general, pienso que esos son los factores fundamentales, la conditio sine qua non de lo que ocurrió.

—¿Cree que lo sucedido le hubiera ocurrido a cualquier gobierno o la administración Piñera tuvo características que hicieron especialmente propicio el momento?

—Es probable que las características del presidente Piñera, ganador, necesitado permanentemente de una audiencia, escaso de carisma, hayan favorecido que él se haya convertido en una figura transferencial: una especie de pararrayos o pantalla del malestar. Pero lo que ocurrió no fue causado por el gobierno.

—¿Se encuentra entre los que consideran que durante los primeros días post 18 de octubre hubo un intento de ciertos movimientos sociales y políticos por realizar un “golpe no tradicional” para botar al gobierno?

—No, no lo creo. Como ya le dije, pienso que ver el fenómeno en clave conspirativa, sin perjuicio de que algunos grupos hayan abrigado la esperanza de que esa fuera una oportunidad para hacer caer al gobierno, no ayuda a su comprensión. Esa es una explicación fácil, que deja de lado todos los factores que antes mencioné. La historia es más compleja que eso.

—¿Estuvimos frente al mayor quiebre del consenso democrático no solo posdictadura, sino también de la segunda mitad del siglo XX?

—No, por supuesto que no. La prueba está en que el consenso democrático, esto es, la democracia como única forma de gobierno posible, se ha visto fortalecido. Creo que es necesario al analizar este tema no confundir el consenso en torno a la democracia con lo que pudiéramos llamar el cemento de la sociedad, las diversas formas morales, consuetudinarias, los vínculos que amalgaman la sociedad. Estos últimos han experimentado cambios de gran envergadura, como ya he explicado, como consecuencia de los cambios generacionales, la expansión del consumo, la vivencia de la desigualdad, etcétera. El desafío es compatibilizar esto último con las instituciones construidas democráticamente.

—La salida política del referido panorama se intentó realizar vía un cambio constitucional. ¿Estuvo de acuerdo con ese camino? ¿Había de verdad algún otro?

—Nunca he pensado, y no creo que los juristas ilustrados lo piensen tampoco, que el cambio constitucional satisfaga las grandes expectativas que se cifran en él. Llamé alguna vez al fenómeno fetichismo constitucional, algo que existe especialmente en Latinoamérica, que es de las regiones del mundo más pródigas en códigos y constituciones. El cambio constitucional puede sentar las bases de un consenso futuro en torno a valores inevitablemente muy abstractos, una especie de patriotismo constitucional. Pero no hay que olvidar que las buenas constituciones no resuelven los problemas: crean bases muy abstractas y generales para orientar el poder, pero ni sustituyen la lucha de convicciones, ni formulan políticas públicas.

—A juzgar por los pobres resultados obtenidos hasta ahora, ¿se le dio al enfermo (Chile) un remedio que no atacaba la enfermedad?

—Creo que está pendiente de ser formulado un proyecto social y político destinado a enfrentar, dentro de la modernización capitalista, algunos de los desafíos que Chile experimenta: recuperar la educación y su carácter de institución meritocrática, y no simplemente, como es hoy, reproductora de la herencia; atender a lo que denantes llamábamos las flechas del destino, salud y pensiones; mejorar la calidad de las élites haciéndolas, al mismo tiempo, más plurales. Eso exige un proyecto socialdemócrata moderno, no revolucionario ni redentor. Y está pendiente un liderazgo capaz de formularlo e impulsarlo. Y en general, es necesario contribuir a que el espacio público sea más sobrio y racional. Respecto de la cuestión constitucional, no me apresuraría a decretar ningún fracaso. La Carta del 25 que orientó el desarrollo de Chile durante buena parte del siglo XX demoró en comenzar a regir en forma casi siete años.

—¿Qué opinión tiene de lo que va del actual proceso constituyente? ¿Está optimista o preocupado?

—Se le puede evaluar desde dos puntos de vista: en cuanto proceso y en cuanto resultado. Respecto de lo primero, el actual proceso ha sido más reflexivo, aunque más uniforme y homogéneo social y culturalmente cuando se atiende a quienes lo integran. Esto último es un defecto que no vale la pena ocultar. En lo que atinge al resultado, creo que el texto hasta ahora resultante, con las enmiendas que se convendrán en cuestiones relativas al Estado social, evitando constitucionalizar un solo modelo del mismo, podrá alcanzar un acuerdo. Sugiero tener en cuenta que un Estado social es un compromiso de evitar que la estructura de clases sociales conduzca el destino de las personas, y ese es un compromiso que puede alcanzarse de varias formas.

—¿Dónde considera que se encuentran los principales problemas para llegar a los acuerdos necesarios?

—Como le digo, creo que en cuestiones relativas al llamado Estado social es relativamente fácil, a condición de que se acepte que una cosa es el compromiso de corregir el principio divisivo de las clases y otra consagrar un único modo de hacerlo. Quizá el principal problema que se enfrenta en el debate (para los sectores de izquierda menos modernos o para la derecha más conservadora) es admitir que no puede pretenderse una Constitución contracultural: hay que tener en cuenta que la sociedad chilena valora ciertas formas de elección, especialmente los sectores históricamente excluidos del consumo, lo que obliga hoy a distinguir entre el financiamiento de los bienes públicos y su provisión; la autonomía personal, lo que impide suprimir lo que pudiéramos llamar un cierto pluralismo de convicciones en cuestiones de moralidad, y aspira a que el desempeño y el logro sean reconocidos, lo que obliga a compromisos en cuestiones que hacen posible el ideal meritocrático. Una Constitución no puede ser contracultural, no puede ser el intento de modelar la cultura y la subjetividad a contrapelo de lo que, como consecuencia de la modernización capitalista, ha llegado a ser. Y esto último vale tanto para los republicanos más conservadores, como para la izquierda más redentora y generacional.

—¿Qué le pasa al país si este segundo intento vuelve a fracasar?

—Bueno, un tercer intento ya es impensable, pero no creo que fracase. Pienso que si hay acuerdo en torno al Estado social en los términos mínimos que expuse y los sectores más reflexivos abandonan el propósito de una Constitución contracultural, conservadora la derecha, redentora la izquierda, algo que creo va a ocurrir, entonces será aprobada.

—¿Qué lecciones nos deja el estallido del 18 de octubre de 2019?

—La principal es que las élites intelectuales, todas las élites, desde quienes dirigen medios a los rectores universitarios, académicos, en momentos de crisis tienen el deber de razonar con sobriedad y no sumarse apresuradamente al coro del malestar como, sin embargo, ocurrió. En esos días, todos, o casi todos, se sumaron discursiva o prácticamente al desenfreno, y se le aplaudió o se le justificó o se le miró sin ninguna distancia crítica. Y una sociedad donde eso ocurre no funciona bien; una ciudadanía sin medios reflexivos, sin autoridades intelectuales sobrias, que ejerciten la racionalidad, y no solo abracen ideales, arriesga constituirse en una masa informe, que más temprano que tarde cae en manos de cualquier grupo o se deja seducir por cualquier proyecto.

—¿Cree que el llamado "octubrismo" llegó para quedarse en la política nacional y que su mayor o menor preponderancia dependerá de las condiciones por las que atraviese el país?

—No creo que el "octubrismo" a estas alturas exista. Lo que creo que existe, por razones más bien de índole generacional, es un espíritu redentor en ciertos grupos, que confunden su entusiasmo para detectar problemas con la ilustración que se necesita para resolverlos.


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