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Columna de opinión | Nadie sabe cuánto puede un pueblo

La articulación afectiva de la revuelta estuvo remitida a tres registros anudados contra las diversas formas de violencia propias del capitalismo neoliberal: el sexo-género; el raza-tierra y el trabajo-economía.

17 de Octubre de 2023 | 06:06 | Por Rodrigo Karmy
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El Mercurio
La revuelta popular de octubre no fue ni espontánea ni planificada. No fue espontánea, pues ella encuentra sus condiciones en las luchas sociales abiertas históricamente; no fue planificada porque nadie, ningún líder, partido político o movimiento social, lideró en forma alguna la irrupción popular que ocupó las ciudades.

Sin embargo, lo anterior no implica que la revuelta no haya propuesto una articulación: ante todo, articulación de afectos en la que se concretó una experiencia de inteligencia común en cuya potencia los pueblos no preexisten como sustancias previas al acontecimiento, sino que irrumpen como tales en el mismo momento de la lucha. Así, la intelectualidad de la revuelta debe ser concebida como irrupción de un pensar común tejido desde múltiples colectivos y diversas experiencias de lucha, y de ninguna manera desde una autoría a secas.

La episteme dominante, por su parte, difundida masiva y cotidianamente por los grandes oligopolios mediáticos (liderados por "El Mercurio"), propuso un esquema “explicativo” reduccionista que consistía en calificar el acontecimiento en base a la circularidad operada entre dos términos que se retroalimentaban: “anomia” y "violencia". Con ello, se reducía la revuelta a un simple fenómeno delincuencial y se la trataba, exclusivamente, como un asunto de seguridad.

El esquema era tautológico y confirmaba sus propias certezas, sin poder escuchar el inédito lugar de enunciación que supuraba en y como revuelta: la anomia traduce violencia y la violencia traduce anomia —repetían—. De esa forma, tal discurso hacía cualquier cosa menos explicar algo. Ante todo, no estaba ahí para explicar, sino para criminalizar e invisibilizar el carácter político de la revuelta que arruinó la episteme del orden transicional al destituir su vocabulario gestional.

La articulación afectiva de la revuelta estuvo remitida a tres registros anudados contra las diversas formas de violencia propias del capitalismo neoliberal: el sexo-género, en el que se encontró el movimiento feminista que impugnaba la violencia patriarcal y las formas vigentes de reproducción social; el raza-tierra, con los pueblos originarios para cuestionar al colonialismo chileno y sus inanes políticas de restitución de tierras, y el trabajo-economía, donde irrumpió la clase trabajadora hiperprecarizada (su mayoría no sindicalizada) contra las formas de acumulación y expropiación que asume el actual régimen neoliberal.

Precisamente porque lo que se impugna es la violencia del capitalismo neoliberal (aquello que las ciencias sociales llaman “modernización”), es que la revuelta asumió una forma propiamente “destituyente” en el sentido de que, a la luz de su triple articulación, puso en juego una acción revocatoria contra el pacto oligárquico de 1980 —con su ensamble de Estado y capital—. Así, todo lo que el discurso dominante había estetizado bajo la forma del progreso, la revuelta lo mostró como una máquina de segregación sexista, colonial y clasista.

Lejos de la teoría del "malestar", la destitución visibilizó el desgarro que los cuerpos articulados infringieron al pacto de 1980-2005 dejando al partido del orden, en sus dos facciones, la progresista y la conservadora, fuera de juego. Así, lo que se destituyó fue el simulacro transicional que envolvió al capitalismo neoliberal chileno, como si el país se hubiera visto al espejo y en vez de aparecer una imagen sin fisuras hubieran aparecido sus heridas: cuerpos violentados, sudorosos, pueblos excluidos, lugares de enunciación ávidos de otro porvenir. No eran los mismos y no decían lo mismo quienes se tomaban la palabra. La oligarquía solo puede referirse a ellos como "alienígenas", como si vivieran en otro planeta al punto de perder cualquier forma "humana" en virtud del abismo sexista, colonial y clasista que los separa.

La revuelta, por tanto, fue una danza popular que quebró en mil pedazos el simulacro asumiendo prácticas de defensa y formas de autonomía plebeyas: desde formas de lucha callejera de tipo destituyentes (primera línea), saqueos, marchas pacíficas y performances varias. Justamente, el proceso constituyente sobrevenido desde el 15-N intenta desesperadamente reconstituir el simulacro destituido. Por eso la revuelta de octubre acontece como cifra histórica que abre un interregno en el que aún nos encontramos y que se anuda intempestivamente con otros momentos históricos de interrupción del orden oligárquico, como la Unidad Popular, tal como sugiero en mi último libro (UFRO 2023).

Más allá de plantear un simple "no" frente al "abuso institucionalizado" del orden, la revuelta propuso el "sí" de una solidaridad efectiva, potencia plebeya que se cristalizó en la composición de cabildos, asambleas u ollas comunes. Ni espontánea ni planificada, la revuelta fue por eso articulada: la afrenta de la revuelta al poder “portaliano” dominante hizo implosionar al pacto de 1980-2005 y, en cuanto "no la vieron venir", dejó en claro que nadie sabe cuánto puede un pueblo.


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