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“Tengo problemas con mis hijos”, “no sé que hacer con ellos”, “¿estaré equivocado?”. Éstas son frases que se repiten en el tiempo y que demuestran que la relación de los hijos con sus padres es difícil y compleja y, al mismo tiempo, importante y trascendente.
Fueron nuestros padres quienes nos guiaron en los primeros pasos por la vida, y somos nosotros quienes haremos lo mismo con nuestros hijos a sabiendas de que nadie nace siendo padre y nadie enseña a ser padres. Así las cosas,
cada uno asume esta tarea recurriendo a su historia de vida, al modelo que adquirió en su hogar y a su intuición.
Uno de los errores más comunes como padres es querer proyectarse en sus descendientes y desear realizarse a través de éstos; querer que ellos logren todo aquello que no pudimos hacer, tanto en el ámbito personal, como en el económico, laboral y profesional.
También se hace presente el
querer protegerlos, cuidarlos y evitar que sufran; impedirles cualquier situación traumática, resolviendo todas las contingencias que deben afrontar.
Lo cierto es que
cada hijo tiene identidad propia y tiene la oportunidad de encontrar su propio camino, hacer su elección. Como padres sólo podemos entregarles valores, principios y las herramientas para enfrentar su vida, cometiendo errores que les permitirán crecer. El dolor y las alegrías son parte de lo que deben descubrir en el aprendizaje de hacerse adultos.
Lo anterior revela los miedos y las incertidumbres que los padres tienen sobre cómo proceder con los hijos; muchos piensan que no lo están haciendo de la mejor forma y la culpa aparece en el horizonte. La verdad es que a pesar de todo el amor y cuidados que se les entregue, los hijos igual cometerán errores y no por esto los padres se deben sentir culpables.
Aunque nadie nos enseña a ser padres, hoy tenemos la oportunidad de informarnos, aprender a conducirnos, a enfrentar situaciones difíciles y a prevenir problemas.
Lo importante es tener comunicación con los hijos, escucharlos siempre, desde la primera vez que nos dijeron mamá o papá, o más aún desde la primera patadita que dieron desde el vientre; hay que abrir los sentidos para saber qué les pasa, qué les agrada o no, qué desean, cuáles son sus sueños.
En esta comunicación debemos
estar atentos a sus motivaciones y lo que las causa, quienes son sus amigos, su entorno. Y si bien implica el paso de una generación a otra, debemos acercarnos a ellos sin que sientan que estamos invadiendo su espacio. Debemos preocuparnos de actualizarnos para entenderlos, para descubrir su mundo.
Lo que
nos ayudará a acercarnos más a ellos es que se sientan respetados; para esto, no debemos recriminarlos constantemente, ni compararlos con sus hermanos o con sus amigos. No exigirles permanentemente, no disminuirlos a través de la desvalorización o porque no hacen lo que quisiéramos.
Respetarlos es estimularlos y darles confianza en sí mismos. Con los hijos adolescentes, tolerar sus rebeldías, comprender sus silencios o aquellos estallidos sin causa aparente. Escuchar y observar.
También hay que
saber poner los límites que necesitan, de esta forma les estamos diciendo cuanto los amamos; ellos requieren el “rayado de cancha” para saber hasta dónde pueden llegar y sentir que ahí en el borde estamos como padres, apoyando y guiando.
La comunicación debe ser continua y permanente, deben sentir que estamos ahí cuando nos necesiten. También debemos procurar establecer una comunicación con el colegio, estar en contacto con los profesores.
No debemos olvidar que los hijos se guían por la actitud y el accionar, no por lo que se les dice, es decir, es indispensable tener una conducta coherente en nuestra vida personal y en los mensajes que les transmitimos.
Semillas de amor, eso son nuestros hijos y la cosecha será los frutos de aquello que les entregamos: respeto, valores, amor, principios (sus raíces) y libertad, elección, sueños (sus alas) los que los llevará a ser los padres del mañana.