Al año de casada con un ingeniero civil, Paulina (40), economista, fue contratada por una compañía multinacional e inició una carrera ascendente. En el intertanto nacieron sus dos hijos y, junto con ellos, las primeras dificultades entre casa y trabajo, como el virus respiratorio que contrajeron, las llamadas telefónicas para preguntarles a las nanas cómo estaban, los compromisos laborales, los seminarios de perfeccionamiento, los viajes al extranjero, la primera vez que los muchachos tomaron de más en una fiesta...
“Todo eso lo viví doblemente cansada. Pero ¡nunca! me planteé renunciar. Estaba súper orgullosa con mis logros; veía un camino abierto para seguir avanzando. Pero sentía culpas. Para contrarrestarlas, inventé un sistema para compensar a los niños: les hacía muchos regalos y las vacaciones, siempre espectaculares, las planificaba y costeaba yo”.
Lo que nunca imaginó fue que de un día para otro su marido la abandonaría y hasta hoy no tiene claros los motivos: “Tal vez sin darnos cuenta nos alejamos uno del otro. Caí en una depresión horrible que me llevó al siquiatra. Comencé a funcionar a punta de antidepresivos”.
Apenas se estaba reponiendo cuando recibió otro golpe: su hijo mayor, de 15 años, estaba en la droga. Se le cayó el mundo y por primera vez después de un año de separación conversó amigablemente con su marido. Él le dijo: “Creo que los chiquillos necesitan la autoridad masculina. Tú no pones límites, ellos hacen lo que quieren, te manipulan y no te obedecen. Te propongo que se vengan a vivir conmigo por algunos años, al menos hasta que salgan de este período tan crítico de la adolescencia”.
Paulina pidió una tregua para pensarlo. Entretanto, su hijo comenzó a ser tratado en una comunidad de rehabilitación y el médico estuvo de acuerdo con la propuesta del padre.
“Pero no me sentía segura. Se lo conté a mi mamá y ella consideró horroroso que yo abandonara a los niños. Hablé con mis hermanas, cuñadas, amigas, compañeras y todas tuvieron la misma opinión. Debía renunciar para estar más con ellos. Les hice caso”.
Hoy esta mujer desempeña un cargo con pocas responsabilidades, que no la motiva, que no tiene esa adrenalina que le fascinaba. Como es mal pagado, su ex marido la ayuda económicamente y su hijo aún está en tratamiento. Ella no sabe si lo hizo bien o mal.
Abandonar cuando se está en la cúspide o a punto de llegar a ella es una realidad aún frecuente entre las mujeres, y pocas son las que están desempeñando los más altos cargos.
Según la sicóloga Paula Serrano, el problema suele darse en etapas muy marcadas en la vida laboral femenina, y las hace dudar si están en la senda correcta o no.
Una fase se da con el nacimiento de los hijos y las preocupaciones que demandan sus primeros cuidados, sobre todo cuando se enferman. La madre se da cuenta de que está en la oficina, pero tiene la cabeza puesta en otra parte. En la retina lleva grabada la carita del niño con fiebre y le asalta un temor: que algún día él vaya a pensar que no estuvo cuando la necesitó; esto, aunque disponga de las nanas más espléndidas para atenderlo. Entonces el trabajo, que considera tan exitoso, se le transforma en desagradable. ¿Qué hago yo aquí, mientras mi niño se puede deshidratar?
Situaciones como éstas, que se van repitiendo o incluso se agravan, pueden minar las metas que se había trazado.
Otro período conflictivo para la mujer emprendedora es la etapa escolar de los niños. Sentir que no tendrán puntaje para entrar a la universidad, que serán unos fracasados, puede ser una razón poderosa para abandonar la carrera más prometedora.
También la adolescencia es una etapa crucial. El lolo cae en las drogas y ella se desespera: “Mientras yo estaba en Estados Unidos enterándome de los últimos avances en neurología, mi hijo quién sabe dónde andaba y con qué clase de amigos. Si yo fuera una mujer de mi casa, si estuviera menos enchufada en la pega, no habría pasado”. Esto les pasa fundamentalmente a quienes están en cuerpo y alma jugándosela por su profesión, porque las otras se sienten menos comprometidas, sin tener la intención de alcanzar ninguna posición de poder.
Aún hay más factores que pueden hacer tambalear una carrera exitosa: el miedo a asumir más poder, porque puede opacar a su marido.
Un caso que Daniela (35), tres hijos, vivió. Abogada, casada con un hombre de su misma profesión, entró a trabajar a una gran empresa, mientras él se instaló en una oficina independiente. Al poco tiempo, ella comenzó a escalar posiciones, se transformó en gerenta internacional y su sueldo superó el de su marido.
Pero a sus responsabilidades había que sumarles las de la casa. Comenzó a pedirle a él que también se hiciera cargo. Le decía que le era más fácil, porque podía manejar su tiempo. “La cosa funcionó hasta que en una pelea me lo echó en cara. Al poco tiempo, supe que se había involucrado con su secretaria. Claro, ella lo hacía sentirse total.
“El mundo se le dio vuelta. Pensé que ningún éxito laboral compensaba la pérdida del padre de mis hijos. Decidí quedarme en la misma compañía, pero ya no en el staff internacional sino en el nacional, con una remuneración más baja, menos responsabilidades y sin posibilidades de ascenso.Él puso fin a la relación y todo volvió a su cauce. Pero, a veces... siento una rabia inmensa”.
Entre las que lo dejan todo, no faltan quienes tomaron la decisión después de tener a un hijo discapacitado, como en el caso de Cecilia, cuyo tercer niño nació con síndrome de Down. Piensa que su marido no habría tomado esa misma opción. Otras, contando con talento y oportunidades para haber llegado lejos en su carrera, la dejan antes por miedo a asumir un alto cargo, a fallar, al estrés que implica, a despertar envidia... Y de las que se lanzan al desafío, varias tienen que pagar un alto costo.
Pero estas mujeres no vuelven a la casa. Generalmente toman un trabajo menor, de media jornada o free lance que ni lejanamente tiene que ver con las expectativas que imaginaron.
El problema es que sólo quien lleva largo tiempo desempeñando un alto cargo puede organizar su tiempo. Las otras, las que se encuentran aún batallando por ascender, habitualmente tienen que destinar muchas horas a su trabajo.
Capítulo aparte merecen las ejecutivas de 50 años, quienes a diez de su jubilación empiezan a fantasear con el retiro o hacen este sueño realidad. Han trabajado toda su vida y ya no les interesa demostrarles a los otros su capacidad. Y en vez de seguir en la cúspide, optan por volver a la casa para dedicarse a vivir una nueva sensualidad con su pareja, a estar con sus nietos, leer o releer todos los libros, ver todas las películas, hacer gimnasia, viajar o seguir algún curso de literatura, historia, jardinería, artesanía o cocina. Viven, aún sanas, el último cuarto de sus vidas.
¿Por qué?, porque sí
Aunque la frase “porque sí”, puede pensarse como sinónimo de un mero capricho, es la expresión de algo muy profundo que le ocurre a la mujer.
Ella vive dando explicaciones, siente que tiene que darlas o se las piden; vive haciendo tareas, siempre llega con ellas hechas, con todo pensado, teme no estar preparada y se adelanta. El deber ser exige la mayoría de esas explicaciones.
Para las más, trabajen en la casa o fuera de ella como profesionales o empresarias, pareciera no existir un modelo que integre los distintos roles que hoy impone ser mujer. El deber ser ya no calza con lo que queremos, sentimos, esperamos. No contamos con una forma aceptada socialmente de ser mujer, que nos represente a todas. Y el deber ser nos persigue, creando inseguridad, agobio, rebeldía y desconfianza entre nosotras mismas. Pero lo principal es que pone límites a una expresión de la mujer fiel a sí misma.
Entonces, ¿cómo empezar a sentirnos más cómodas con nosotras y los demás? Distintas voces surgen para mostrar caminos: trabajar en la expresión de la identidad femenina; estar en una misma, simplemente ser; desarrollar un modelo social alternativo al de la competencia, que podríamos llamar de colaboración; inventar el espacio de la mujer.
Mientras encontramos esa manera que nos permita ser, los porque sí pueden ser una forma de expresión, a través de la cual afloran razones tan profundas, tan de verdad y tan fuera del marco esperado, que no pueden ser traducidas en razones lógicas. Entonces, el porque sí es la punta de un iceberg del cual queda mucho por hablar.