Probablemente una de las tareas más difíciles que enfrentan las personas en los segundos matrimonios es la relación con los hijos de la nueva pareja. En primer lugar, porque enamorarse de alguien no implica necesariamente enamorarse también de sus hijos o compartir estilos de crianza. Segundo, porque la relación de pareja siempre es más nueva y más frágil que la alianza estrecha e histórica entre padres e hijos. Y tercero, y para ser francos, porque a casi nadie le gustan los hijos ajenos. Por lo menos no al principio. Por eso, si usted está partiendo de nuevo en el amor y siente que los retoños recién adquiridos le están haciendo la vida imposible le sugiero tomar en consideración lo siguiente:
Sentir amor a primera vista por los hijos postizos es casi imposible. Por el contrario, con frecuencia provocan algún grado de rechazo ya sea porque son un vivo retrato del cónyuge anterior, han sido educados de manera distinta, tienen otros modales y costumbres o vienen de una familia con valores diferentes. Además su conducta puede resultar enojosa porque quizás tienen celos, no quieren compartir al progenitor con un desconocido, aún mantienen cierta esperanza de reunificar a sus padres, tienen conflictos de lealtades o necesitan un tiempo para adaptarse a las nuevas reglas y hábitos. Es importante tener presente que los niños también han estado sometidos a duelos, pérdidas, cambios de roles y de posición en la familia y que si los grandes se han dado permiso para llorar, enojarse y hacerse la guerra con la separación, no puede esperarse que los hijos se comporten como si no hubiese sucedido nada.
Recuerde siempre que usted es el adulto, no el niño. Trate de establecer límites conversando en buena disposición sin poner a su amado contra la espada y la pared, ni tironearlo, ni conminarlo a elegir entre usted y el hijo, porque sólo logrará desatar enojo hacia su persona. No es posible poner a un padre contra sus hijos. Evite que los niños queden al medio de luchas de poder y no los transforme nunca en mensajeros o espías. Tampoco se trata de tolerar el caos ni de pasársela arrinconado acumulando rabia. Los vínculos se construyen paso a paso y el cariño verdadero surge muy gradualmente. No se quiere a nadie por decreto y el desarrollo del afecto es un proceso complejo que requiere tiempo y paciencia. Por eso no se obligue a quererlos, ni se haga el simpático a la fuerza, ni pretenda sustituir al progenitor biológico, ni asuma roles disciplinarios que no corresponden, ni se ponga a competir, ni se deje llevar por la ira, ni se sienta excluido. Basta que sea gentil, tolerante y educado.
Conviene que la pareja esté bien consolidada antes de someterla al stress de las presentaciones. La complicidad y la confianza mutua es indispensable porque los niños detectan rápidamente falencias en el compromiso, y tienden a comportarse de maneras que dividen aún más a los consortes. Evite los encuentros tensos o forzosos, y por ningún motivo se le ocurra iniciar la convivencia de los tuyos, los míos y los nuestros durante las vacaciones, porque lo más probable es que todo resulte un desastre. La integración de la nueva pareja con los hijos de ambos es un proceso que toma más años que meses; por eso le sugiero ir de a poco.
El desafío no es fácil porque el tema de los niños es demasiado sensible, y a los padres les cuesta mantener la objetividad y la cordura cuando se trata de los vástagos propios o adquiridos. Si se siente sobrepasado, pida ayuda. Póngale buena cara al mal tiempo y sobre todo sea realista. No pretenda en la segunda vuelta jugar a la familia feliz y perfecta que no le resultó en la primera. Y recuerde que por lo general el problema no está en los niños, sino en los padres, que se vuelven insoportables de tanto estar a la defensiva y sentirse culpables.