Pocas cosas pueden ser más dolorosas que a uno lo dejen de querer. Enterarse del desamor de improviso, de un día para otro. Porque así se viven los abandonos siempre; como abruptos, inesperados, inexplicables, aunque los problemas se remonten a mucho tiempo atrás.
De ahí la incapacidad para asimilar la noticia, la rebeldía ante lo que parece un veredicto, la incredulidad, la impotencia, la necesidad de hablar sin cesar, la búsqueda frenética de argumentos, las recriminaciones, las propias culpas y la alternancia sin fin entre el llanto y la rabia.
Siguen después los análisis incansables de cómo y por qué se produjo el abandono, el encono contra todo aquel que pueda ser responsable, la exigencia de que todos tomen partido, el desgarro de enterarse de que se le vio bien o sonriente, confirmar que sobrevive saludable sin uno. Invitarle, rogarle, humillarle, sollozarle, celarle, decirle.
Preguntarle a gritos qué sentido tuvo demorar la vida en encontrarse para después perderse. Intentar un argumento tras otro frente a unos ojos fríos que ya no responden. Llorar como un niño al que se le pierde la madre. Cualquier esfuerzo con tal de recuperar a quien se fue y contrarrestar la angustia.
Cualquier cosa con tal de no enfrentar ese aterrador momento donde el ser amado se vuelve ajeno, irreconocible, impermeable, extraño y duro a nuestras peticiones: una pared infranqueable a todo intento de reconciliación.
Surge la frustración ante la imposible tarea de convencer al ser amado de que vuelva. Hay congoja, accesos de llanto, inquietud, y pensamientos obsesivos. Se interpretan equívocamente señales que renuevan las ilusiones de recuperar el amor perdido.
Crece la impotencia ante la distancia absurda que impide ponerle al día de cada pena, de cada angustia, de cada soledad vivida en su ausencia. Brotan la rabia y el resentimiento, se piden explicaciones, se experimenta el horror frente a la determinación de desechar todo intento de otra oportunidad. No puede creerse que el otro haya optado por amputar el cariño de esa forma tan tajante, brusca e implacable.
A medida que el tiempo avanza, las esperanzas se desvanecen, pero no se pierden por completo. Se idean nuevas estrategias, las noches se vuelven interminables dándoles vueltas y vueltas a diálogos inexistentes durante el insomnio. La vida se desorganiza ante una profunda y persistente sensación de soledad.
La búsqueda inquieta, las expectativas intermitentes, el desengaño repetido, el llanto, la ira y las recriminaciones son expresiones desesperadas de la necesidad imperiosa por encontrar y recuperar a la persona perdida. Detrás del rencor y del desconcierto hay una tristeza profunda que surge de constatar que la reconciliación ya no es posible.
Ud. que está devastado por un duelo tan profundo, comience pronto a reorganizarse. De a poco llegará el momento en que vuelva a sentirse el mismo. O casi el mismo, porque nunca se vuelve a ser de nuevo el mismo después de un abandono.
Para superar la impotencia de tamaña derrota se requiere deponer el orgullo y aprender a tolerar con humildad el hecho de que a todos nos pueden dejar de querer. A todos, nadie se salva. Ni buenos, ni malos, ni ricos, ni famosos. Y Ud., aunque sea una gran persona, tampoco. Hay ciertas cosas en la vida que, más allá de todo intento, no se pueden asimilar; una de ellas es morirse en el ser amado por decisión irrevocable de éste. Es demasiado fuerte para entenderlo.
Por eso comience desde ya a hacer las paces con su honor que quedó tan herido. No les siga dando vueltas a las explicaciones, dé por perdida la búsqueda, y acepte finalmente que el desamor, ese indigno, también supo tocar en su puerta. Sólo esa aceptación le hará posible despertar de la pesadilla, mirar hacia delante y volver a reconstruirse. Toma tiempo, es difícil y cuesta mucho. Pero se puede, se lo aseguro.